No confundir las churras con las merinas
Decía el
popular locutor Carlos Herrera que “en España hay más tontos que
botellines”. Y yo apostillo que eso no es lo malo, lo peor es que
muchos de estos están ocupando cargos de responsabilidad en el gobierno de
algunas instituciones. Y la simpleza (por no decir la estupidez), con la que adornan
algunas de sus decisiones, nos deja boquiabiertos a muchos de los ciudadanos que
asistimos a una representación, que más bien se parece al teatro de lo absurdo.
Hoy, mi crónica va a tratar sobre la aplicación de
la Ley de la Memoria Histórica. Una
norma que, sin duda, tiene una componente positiva y de normalización histórica,
pero que, en algunos otros casos, se está utilizando de una forma torticera y casi
rocambolesca, y con un cierto tufo revanchista que ha llegado a que algunos
confundan las churras con las merinas.
Más recientemente ha ocurrido otro tanto de
lo mismo en el Ayuntamiento de Coslada,
donde sus regidores, dentro del ejercicio legítimo que le otorga la ya citada Ley, han eliminado del callejero de la
citada población, entre otros, los nombres de Alejandro Goicoechea, y de
Juan de La Cierva y Codorniú, bajo pretexto de haber “colaborado” con el
franquismo.
El primero de ellos, muchos lo recordamos,
fue el inventor del TALGO, y, de
hecho, el nombre del tren es producto de las siglas que configuran su nombre y
que generan un reconocimiento a la figura de este insigne ingeniero vasco: Tren Articulado Ligero Goicoechea.
El segundo, Juan de La
Cierva y Codorniú, también ingeniero (aeronáutico), nació en Murcia (1895)
y su nombre ha rebasado las fronteras de nuestra Región, dado que fue el
inventor del autogiro.
Juan de la Cierva construyó en Madrid, en
1920, su primer autogiro, el Cierva C.1, utilizando el fuselaje, ruedas y estabilizador vertical de
un monoplano francés sobre el que montó dos rotores de cuatro palas rematados
por una superficie vertical destinada a proporcionar el control lateral. Falleció el 9 de diciembre de 1936 en Londres, en un
accidente aéreo. Desde el año 2001 el Ministerio de Educación de España
otorga el Premio Nacional de Investigación ’Juan de la Cierva’ dedicado a la transferencia de tecnología.
En el Ayuntamiento
de Coslada justifican su decisión señalando
que "mientras haya calles dedicadas
a la dictadura y sus promotores, (…) mientras queden cuerpos en fosas comunes o
cunetas, seguiremos hablando de esta época oscura de la historia de nuestro
país". Sobre el mismo particular,
Macarena Orosa, Presidenta de la Comisión Técnica de Memoria Histórica
añade: "Desde este equipo de Gobierno
no cejaremos en el empeño de permitir que esas familias puedan encontrar a sus
seres queridos para que descansen donde consideren oportuno".
Si esto no es
confundir las churras con las merinas, que venga Dios y lo vea.
Al estallar la Guerra Civil, de la Cierva residía en Londres, y ese
fue el motivo por el que se le atribuye una colaboración con el golpe. Al
participar –circunstancialmente- en el asesoramiento sobre el alquiler del
avión (Dragon Rapide) en el que el general Franco voló desde Gando (Islas Canarias) a Tetuán, en el Marruecos español. Recordemos
que el inventor falleció pocos meses después del inicio de la contienda (en
diciembre de 1936).
En el caso de Goicoechea,
su responsabilidad estriba en su contribución (como ingeniero) en el desmantelamiento
de lo que se denominó “el cinturón de
hierro de Bilbao”.
A mí, particularmente, me sorprende y me gustaría conocer cuáles han
sido los verdaderos criterios que se han considerado a la hora de decidir sobre
este tipo de actuaciones. En la mayoría de los casos las argumentaciones acaban
utilizando la “colaboración” con el franquismo
como estereotipo común a cualquier actividad en la que haya estado relacionado
el sujeto cuestionado. Y, por consiguiente, mi reflexión: ¿Cuántos miles de
españoles se vieron abocados a prestar algún tipo de colaboración, en uno de
los dos bandos, como consecuencia de una guerra fratricida que ellos no habían
organizado ni impulsado? De aplicar este criterio simplista a la hora de
objetivar estas actuaciones, tengo por seguro que no se escaparía ni el gato.
Algo parecido (pero al revés) le ocurrió al ilustre escritor murciano José Luis Castillo Puche. Me lo refería
él, personalmente, con motivo de una breve estancia, en Los Alcázares, a finales
de la década de los 80. Desterrado al finalizar la guerra civil, no pudo volver
a su tierra natal (Yecla) hasta pasados más de diez años. Tras los cuales, y al
recibir diversos reconocimientos literarios y codearse con Hemingway en Nueva York, es cuando se acuerdan de él, en su pueblo,
y colocan su nombre en calles y colegios, para mayor gloria de un desatino del
que, hoy, ya casi nadie se acuerda.
Los dos inventores españoles tuvieron, en su momento, numerosos
reconocimientos y no solo en España. De
la Cierva, por ejemplo, tiene monumentos, dedicados a su memoria, en
Londres y en Nueva York, e innumerables consideraciones internacionales. Y
todas estas muestras de gratitud lo fueron (en uno y otro caso) por su
actividad tecnológica e innovadora y por sus creaciones e invenciones en el
mundo de la aeronáutica y del ferrocarril, y no por su participación en ningún
conflicto civil ni por ninguna otra causa. Por eso no entiendo que estos
personajes, reconocidos internacionalmente, en su país de origen estén siendo
vilipendiados y despojados de unas menciones que, en su día, se les hicieron
como reconocimiento a su labor profesional.
Mal vamos si seguimos por este atajo, en el que hemos
podido comprobar como algunos indocumentados pretenden reescribir la historia
de nuestro país, aprovechándose de una Ley,
con la que nuestra sociedad se ha dotado, y cuya pretensión era reparar y
cerrar las heridas producidas durante más de cuarenta años de dictadura, frente
a los intransigentes (de uno y otro lado) que lo único que buscan es el
revanchismo y un enfrentamiento permanente.
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