Todos, todas y todes
Recientemente, la ministra de Igualdad, Irene Montero, en el transcurso de un acto electoral en el que intervenía, aprovechó para lanzar –a través del lenguaje- uno de sus consabidos mensajes inclusivos que tanto le caracterizan y que tanto rédito mediático le proporcionan. Comenzó dirigiéndose al público, dándole -como es connatural en ella- una patada al diccionario y diciendo: “Buenas tardes a todos, y a todas y todes”.
Hemos llegado a tal extremo que, si tienes que pronunciar una
disertación, debes llevar sumo cuidado y pronunciar el “todos y todas”, el “ellos y
ellas”, o inventártelo con el “miembros
y miembras”, si no quieres caer en el registro clasificatorio de los
retrógrados o –inclusive- llegar a la categoría de fachas, si persistes en tu
torpeza por no utilizar el lenguaje inclusivo, en la forma y modo en el que estos
adalides del lenguaje lo están acuñando. Y por si éramos pocos, parió la burra
y ahora –parece ser- tenemos que añadir un nuevo género ya que una parte de
nuestra sociedad dice no sentirse representada ni por el masculino ni por el
femenino De ahí que se tengan que inventar un palabro nuevo (todes)
que más bien parece proceder del bable, un dialecto que se habla en Asturias y que nos podría servir de
guía para la incorporación de estos nuevos vocablos.
Al parecer, y esto es una opinión personal, se ha puesto de
manifiesto una nueva forma de diferenciar ideológicamente a la sociedad
española: la forma y utilización del lenguaje. Si no quieres que te califiquen
de derechas tienes que utilizar el masculino, el femenino y el… neutral. Y, si
no es así… date por calificado.
Recientemente, el presidente de la RAE, Darío Villanueva, en referencia al lenguaje inclusivo, decía lo
siguiente: "Las lenguas se rigen por
un principio de economía; el uso sistemático de los dobletes, como miembro y ‘miembra’,
acaba destruyendo esa esencia económica".
A mi humilde entender, es un craso error tratar de duplicar,
o triplicar, los géneros, con la intención de abanderar la defensa del
feminismo. Ese no es el camino. El idioma es un rasgo de identidad que los
pueblos nos hemos dado y que se ha ido puliendo y adaptando, sin necesidad de
tener que tensar y retorcer el significado de determinadas terminologías con el
objetivo de favorecer los legítimos anhelos de una sociedad que aspira a ser
más igualitaria.
La economía del lenguaje es uno de los principales argumentos
que los lingüistas aducen a la hora de defender los tratamientos de género en
el procesamiento de las lenguas. En lo que, prácticamente, coinciden todos es
en la afirmación de que los hablantes tendemos a acortar, y a ser lo más breve
posible, al expresarnos y soltar nuestras peroratas. De ahí que exista –en casi
todos los idiomas- distintas figuras lingüísticas que abarcan los dos géneros.
En unas ocasiones, esta figura podrá parecer que es del género masculino, pero
en otras lo es de género femenino. Véase, por ejemplo, “policía”, “periodista”,
“oculista”, “poeta”, “artista”, “atleta”, “comunista”, “fascista”,
“automovilista”…
La prueba más palpable de que –por regla general- todos
utilizamos la economía de lenguaje la pueden ustedes comprobar atendiendo
alguna de las intervenciones con las que nos obsequian los políticos (como la
que protagonizó la señora Montero) y a la que me he referido al comienzo de
este artículo. Si consiguen analizarla, se darán cuenta que, una vez el
discurso alcanzó la velocidad de crucero, le fue imposible mantener la
concentración y el esfuerzo mental que exige esta metodología y la ministra
“volvió” a la utilización de un solo género hasta en ocho ocasiones.
Estoy de acuerdo –como ya he mencionado- en adaptar el
lenguaje a una realidad cada vez más igualitaria y en consonancia con la
sociedad en la que se sustenta. Otra cosa es la deformación de un idioma para
satisfacer las demandas identitarias de determinados colectivos feministas y,
ahora, de aquellos LGTBI que no se sienten representados por determinada terminología
de genero nuestra lengua. En mi humilde opinión hay otras vías para conseguir
estos legítimos objetivos sin necesidad de tener que recurrir a este tipo de
estrategias comunicativas que están ejerciendo una clara agresión a la sintaxis
que está contribuyendo a la deformación y el empobrecimiento de un idioma que
aspira a ser uno de los más hablados del planeta azul.
De todos y todas (y
no todes)
depende que este sarpullido lingüístico no se convierta en una pandemia mucho
más contagiosa. Dejemos a los docentes y a las docentes (y no docentas)
que nos conduzcan por la senda de la sensatez y que impongan una cierta
racionalidad en el tratamiento de un idioma universal, tan prolífico como versátil,
nacido en San Millán de la Cogolla y
testigo de excepción de las primeras palabras escritas en castellano.
Y, mientras tanto, nosotros, nosotras (y no nosotres)
cumplamos con las reglas que nos hemos dado y enriquezcamos nuestro idioma
usándolo de una forma correcta; sin tener que recurrir a la mal llamada
libertad de expresión, como fórmula tópica, cada vez que nos apetezca utilizar
un palabro como santo y seña de un falso progresismo.
Jesús Norberto
Galindo // Jesusn.galindo@hotmail.com
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