Los aforamientos
Una reforma fallida
Hace unas semanas, el Consejo de Ministros aprobaba una
propuesta para modificar algunos artículos de la Constitución, en orden a limitar los aforamientos de diputados,
senadores y miembros del gobierno.
En Estados Unidos, en el Reino Unido o en Alemania, no
tienen aforados que tengan el derecho a ser juzgados por un tribunal distinto al
que le pueda corresponder a cualquier ciudadano normal. En Portugal e Italia solo tiene esta prerrogativa el presidente de la República. Y en Francia, el presidente, el primer
ministro y su gobierno.
Por el contrario, en España más de 17.000
ciudadanos se acogen a este
privilegio, entre políticos,
miembros de la judicatura y otras altas autoridades del Estado. Y sin contar a
los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad, en cuyo caso se
sobrepasarían los 200.000. De estos,
unos 2.300 son políticos, entre diputados,
senadores y miembros del Gobierno. Y la mitad de estos son miembros de
gobiernos y parlamentos autonómicos, que –en su momento- fueron incluidos a
través de sus respectivos Estatutos de
Autonomía.
La reforma planteada por el
gobierno, al haberse quedado corta, no contenta a nadie. Afectaría únicamente a
los miembros del gobierno de la nación, y a los diputados y senadores. Tan solo
un total de 633 afectados. Y se
limitarían parcialmente las causas y el periodo de
los aforamientos, de tal manera que estos se circunscribirían exclusivamente a
la etapa de su mandato, y afectaría a aquellos delitos cometidos en dicho
periodo y en el ejercicio de sus funciones. Lo que dejaría fuera la mayoría de
las infracciones relacionadas con la corrupción, dado que, en estas ocasiones,
este tipo de delitos se cometen en el ejercicio de un cargo público.
Por
otra parte, los aforamientos suelen
ser práctica habitual en la legislación de los países de nuestro entorno,
aunque su alcance material es bastante más restringido que el previsto en la Constitución Española. Por eso es por
lo que, en España, la proliferación de aforados, causa inquietud en la sociedad
y en algunas de las instituciones del Estado.
“No entendemos adecuado que los aforamientos hayan alcanzado la extensión que
han logrado”, manifestaba al respecto un portavoz de la judicatura, al
tiempo que entendía se estaba “Creando
suspicacia entre los ciudadanos”.
Esta suspicacia no es más
que el resultado de la percepción que el ciudadano de a pie tiene sobre este
particular. Decía Manuel Cancio,
catedrático de Derecho Penal y especializado en derecho alemán, que la
inmunidad de los aforamientos en España no tiene ninguna justificación: “…Que un cargo público esté aforado implica
la suposición de que un tribunal superior será mejor o más justo que otro. Pero
en realidad esta regla especial solo se puede comprender como un intento de proteger a ciertos cargos,
haciendo que los juzguen tribunales más cercanos al poder ejecutivo”.
Como botón de
muestra de una política totalmente opuesta a la nuestra, en materia de
aforamientos, está el caso de Estados
Unidos. En dicho país, en consonancia con el derecho anglosajón de igualdad
legal para todos, la generalidad de los cargos políticos (hasta el mismísimo
presidente) son juzgados por el tribunal que, en cada caso, les corresponda, de
acuerdo con el delito que presuntamente hubieran cometido. Todos recordaremos
el impeachment al que fue sometido Bill Clinton por el caso Mónica Lewinsky. En aquella ocasión no se promovió ningún procedimiento
judicial, ya que fue únicamente un proceso político que no prosperó. Y en el
caso de Nixon, este dimitió antes de
ser juzgado. Si en ambos casos se hubiera llegado a abrir juicio, los dos
habrían sido juzgados por un tribunal ordinario.
También en Europa
existen hechos que nos podrían servir de referencia. Uno de ellos, por ejemplo,
el protagonizado en Alemania por el
expresidente Christian Wulff, al ser juzgado en 2012
por un cohecho impropio de 720 euros. Lo juzgó un tribunal ordinario de Hannover, y ni siquiera le fue
levantada la inmunidad. Otro, sin duda, lo protagonizó el exmandatario italiano
Berlusconi, en su dilatada “carrera judicial” por infinidad de
tribunales ordinarios, a lo largo y ancho de su país.
En España, los
parlamentarios solo pueden ser detenidos “en
flagrante delito”, y para llevarles a juicio debe autorizarse por el Congreso o por el Senado; si bien es cierto que, desde 1992, se viene ejerciendo la
concesión del correspondiente “suplicatorio”
de una forma casi automática. No obstante, parece bastante incongruente que los
miembros de ambas Cámaras legislativas sean los que tienen que votar sobre el
levantamiento de su inmunidad, cuando son ellos mismos los directamente
afectados por alguna de estas imputaciones.
Un anacronismo que habría
que eliminar y, sobre todo, una oportunidad de demostrar que los políticos, en
nuestro país, no tienen patente de corso, en contra de lo que, hasta ahora, se
ha traducido de los innumerables casos de corrupción en los que se han visto
involucrados, y de los que han ido dejando una estela poco convincente.
A día de hoy, dos
cuestiones son las que oscurecen el futuro de una propuesta que podría devolver
una cierta credibilidad a nuestra clase política. Es una reforma que se queda
corta en el continente: solo afectaría a algo más de 600 políticos, de los más de 17.000
aforados que en la actualidad disfrutan de este privilegio. Y su contenido es
muy poco ambicioso, al mantener (sin ningún tipo de discriminación) el
aforamiento mientras se ejercite el cargo para el que ha sido elegido.
Además, el gobierno se ha
dado un plazo de un año para negociar esta reforma, y hay que señalar que, para
su aprobación, se precisarían las tres quitas partes, tanto en el Congreso como en el Senado. Largo me lo fiais, Dr.
Sánchez. Sobre todo, viendo cómo está el patio, en plena efervescencia
preelectoral, y cuando su gobierno ha dado, hasta ahora, tan pocas muestras de ejercitar
consensos, salvo con aquellos que le ayudaron a ocupar la Moncloa.
Mucho me temo que, en este
caso y a pesar de su ingenua y buena voluntad, este proyecto va a suponer una reforma fallida.
muy interesante
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