Usos y costumbres sociales
Han
pasado las fiestas navideñas, y ha llegado el nuevo año. Y a mí me parece que todo
sigue igual. A pesar de que algunos (entre los que me incluyo) nos seguimos empeñando
en desear una feliz y venturosa añada, o cualquier otro estereotipo algo más
sofisticado, a sabiendas de que casi nunca se cumple.
Yo soy
de los que creen que la Navidad es
necesaria. Aunque solo sea para que permanezcamos con la sensación de que, este
año, por fin, se van a ver cumplidas nuestras expectativas. Y a pesar de que
estas, en muchos casos, se limitan a reivindicar que “me quede como estoy”, lo
que demuestra la poca fe que tenemos en nuestras convicciones más íntimas. No
estaría demás esperar que pasen los Reyes
Magos, por si sonara la flauta, ahora que el carbón parece que se acaba en
nuestro país.
Tampoco
está de más pasar unos cuantos días saboreando un cuento de navidad que, como
todos los cuentos que se precien de serlo, debería tener un final feliz. Y al
año que comienza le quedan todavía once meses más para hacerlo realidad.
Muchos, hasta van a seguir comprando lotería, van a jugar a las quinielas, o se
presentarán a “pasapalabra”, para conseguir en los meses venideros lo que esta
Navidad les ha negado. Quizá porque
somos excesivamente materialistas.
Hablaba
yo con una joven (que acaba de abandonar el periodo de adolescencia) en uno de
estos días plagados de horas infructuosas, y en una de esas reuniones
familiares que tan prolíficas se hacen en estas fechas. Y nos enzarzamos en un
tema que, para la ocasión, tenía miga. No se nos ocurrió otra cosa que ponernos
a conversar sobre la libertad para comportarnos de acuerdo con nuestros
criterios de libertad y orden, y sobre las normas sociales que, muchas veces,
nos vemos obligados a cumplimentar, dentro del estatus social en el que
vivimos.
Tras
algunas sanas discrepancias, concluíamos que solo los jóvenes y los mayores
tienen una mayor libertad a la hora de mostrarse como son. En estos dos estratos
sociales (en uno de ellos me encuentro yo) se encuadran todos aquellos
ciudadanos que pueden permitirse el lujo de manifestarse con algo más de
libertad a la hora de expresar sus sentimientos, sus pensamientos, o sus
opiniones; algunas de las cuales podrían considerarse como política y
socialmente incorrectas.
En el
caso de los jóvenes, la explicación es bien sencilla. La falta de experiencia;
la lógica rebeldía juvenil que todos hemos padecido, fruto de un sano
inconformismo y una permanente actitud de rechazo por lo convencional; y la
firme apuesta por un comportamiento social basado en la sinceridad, son causas
más que evidentes para entender este tipo de conductas. Algo que, por otra
parte, no es fruto de una generación en particular, sino que está solapada a
una etapa de nuestra vida, que –con más o menos intensidad- se ha ido
escenificando a lo largo y ancho de las distintas generaciones.
¿Quién
no ha tenido, en su etapa juvenil, un episodio más o menos revolucionario? Por
supuesto dentro de unos lógicos cauces de corrección y ajenos a la violencia.
¿Quién no se ha sentido frustrado, ha tenido rabia o mantenido u sentimiento de
incomprensión? Este tipo de actitudes suele conducir a la juventud, en muchas
ocasiones, a rechazar, e inclusive a combatir, ciertos convencionalismos
propios de una sociedad que ha grabado sus pautas de comportamiento como si
fueran las Tablas de la Ley. Sin darnos
cuenta que las generaciones que nos siguen tienen un concepto de las relaciones
sociales, donde la sinceridad, junto a ciertas dosis de desinhibición, son
factores fundamentales en la composición de una conducta más espontánea.
Por
otra parte, la madurez que se genera tras una larga etapa de permanente
actividad profesional y social, es la otra fase de la vida donde se manifiesta
este gusto por expresar, de manera libre y desenfadada lo que uno piensa, y lo
que le apetece. Algo que, por otra parte, nos ha estado vedado –por voluntad
propia- mientras hemos desarrollado una actividad más o menos acoplada a los hábitos
y tradiciones sociales que ha impuesto la colectividad en la que nos hemos
desarrollado.
Cuando
comprendemos que nos hemos hecho mayores y nuestro peso específico en la
sociedad en la que residenciamos ya no es tan relevante, se produce una
situación en la que perdemos parte de nuestro pudor social y sentimos la
necesidad de liberarnos de una carga que hemos estado soportando durante muchos
años.
Un yugo
invisible que nos fijaba determinadas conductas a las que nos veíamos abocados,
de acuerdo a los usos y costumbres
que impone nuestro entorno profesional, social o familiar. Y, de pronto, cuando
tu sustento diario ya no depende de esos factores que han estado marcando tu
vida, te das cuenta que a ti no te gusta llevar corbata, o afeitarte todos los
días. Y que no te apetece cenar o salir de copas con ese señor al que no le
aguantas sus gracietas ni te
interesan sus aburridos monólogos.
Esta
consideración, que algunos podrían calificar como de desarraigo, puede plantear
algunos problemas en nuestro entorno social. Mientras que a los jóvenes se les
permite y se les tolera este tipo de actitudes, en base a su fiebre libertina y
de sinceridad manifiesta; a los que hemos traspasado el umbral de la senectud
se nos critica y hasta se nos quiere seguir imponiendo esos usos y costumbres que la sociedad ha
estereotipado, tachándonos –en algunos casos- de intolerantes, e inclusive de
supremacistas.
Yo
creía que una de las pocas ventajas que te aportaba alcanzar la etapa de la
jubilación era la de emanciparte de ciertos corsés sociales y tener la
oportunidad de decir no en aquellos
momentos en los que te apetezca, sin que nadie te pueda obligar, y con la
conciencia de que, sin hacer mal a nadie, estás haciéndote un bien a ti mismo.
Pero,
al parecer, todavía tenemos que soportar el acatamiento de algunas de esas
conductas “políticamente más correctas”,
si no queremos colisionar con esos estereotipos que todavía subyacen en el seno
de algunas familias, entre los amigos y en algunos recovecos de nuestro
entorno, y que se resisten a diluirse ante el clamor de quienes, sin ánimo de
ofender, reivindicamos nuestro derecho a
decidir.
De
todas formas, y por si sirve de algo, a todos, ¡Feliz 2019!
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