miércoles, 25 de noviembre de 2020

Una Ley con fecha de caducidad

Una Ley con fecha de caducidad

 


El Congreso de los Diputados ha aprobado la nueva Ley de Educación (ya bautizada como Ley Celaá) y, como viene siendo habitual, sin el consenso mayoritario del espectro político de la cámara, ni de la sociedad a la que representa. Por tan solo un voto de diferencia han parido la octava Ley de Educación de la democracia, lo que de hecho nos avoca –de forma indefectible- a una derogación anunciada en el momento en que el gobierno cambie de signo político.

No seré yo quien ose juzgar -más bien opinar- sobre los aspectos positivos, y también los negativos, que puedan prevalecer en el texto aprobado. Ni me considero capacitado para ello, ni es mi intención hacer un análisis técnico y pedagógico sobre los diversos conceptos que conforman esta norma, a mi entender fundamental, y que debería marcar el rumbo y el destino al que nuestro país debería aspirar. Unos conceptos que, durante estos últimos días -sin embargo- se han estado esgrimiendo como elementos de confrontación entre las distintas formaciones políticas, más pendientes de aplicar determinados clisés dogmáticos que de analizar los contenidos de este proyecto desde una posición eminentemente profesional y educativa.

Mi crítica, constructiva por supuesto, se dirige hacia lo que es el procedimiento en sí para lograr implantar una Ley de la importancia de la que estamos hablando y sobre la que ya he reiterado en otros artículos anteriores la necesidad de buscar el máximo consenso, con el objeto de conseguir lo que toda norma persigue: el máximo de durabilidad en su aplicación, con el objeto de producir una incuestionable eficacia en la consecución de objetivos.

La imposición de este tipo de normativas, tan sensibles para el conjunto de la sociedad y cuando estas se consiguen a través del “rodillo” parlamentario, no traen buenas consecuencias. Más bien nacen viciadas y son objeto de ataques en su línea de flotación, con el objeto de poner el máximo de impedimentos que frenen su implantación. Muestra de lo que digo la están dando aquellas Comunidades que ya han anunciado utilizar las herramientas que les permite la descentralización educativa de la que disfrutamos, a través de diecisiete distintas formas de aplicar los preceptos legales en nuestro país, para, así, minimizar aquellos aspectos que, políticamente, convengan a los gobiernos regionales. Y todo ello con el único fin de torpedear el pleno establecimiento de esta norma.

Otro de los fallos endémicos, por lo que de repetitivo se trata y de los que adolece la Ley Celaá, es el poco –por no decir nulo- peso específico que la comunidad educativa ha tenido en la elaboración de este texto. He escuchado algunas burdas excusas que hacían responsable a la pandemia de impedir una mayor participación –con las consiguientes y necesarias aportaciones- de estos colectivos que tanto tienen que decir en un proyecto de estas características. Excusa que no se sostiene, por dos motivos: uno, que no es necesaria la presencia física para desarrollar ninguna actividad de asesoramiento o debate, como se ha demostrado hasta la saciedad con motivo de los distintos confinamientos que hemos sufrido; y dos, que una normativa de la importancia que nos ocupa, puede dilatarse si, con esta acción, se consigue una mayor perdurabilidad y eficacia en su ejercicio, sin necesidad de tener que aprobarla aprisa y corriendo, como ahora se ha hecho, por motivos puramente ideológicos.

Entiendo perfectamente la inquietud de los padres con niños en educación especial, cuando escuchan la priorización que el gobierno va a establecer para la escolarización de estos en los centros ordinarios, cuando todos sabemos que una inmensa mayoría de estos centros no disponen de los recursos necesarios. Pero, sobre todo, al comprobar que, en la Ley, tan solo se contempla (en la disposición 4ª) la intención de “desarrollar un plan, en diez años, para dotar de los recursos…”. Una Ley que –en este tema- no ha sido capaz de establecer un plan concreto, con presupuesto y plazos de ejecución incluidos, convierte esta reglamentación en papel mojado y no le otorga credibilidad alguna.

Una vez más caemos en los mismos errores que otros gobiernos ya han cometido. No nos olvidemos que la Ley Wert, auspiciada por el PP, también adoleció del mismo mal. El Partido Popular aprovechó su cómoda –aunque exigua- mayoría parlamentaria para laminar a la otra mitad del hemiciclo e imponer sus criterios, a sabiendas del corto recorrido que esta iba a tener. Ahora estamos en la misma situación pero al contrario. Y así –como en el día de la marmota- una y otra vez… y hasta ocho leyes en tan solo casi cuarenta años, a razón de una cada lustro. Esto no hay sociedad que lo resista, aunque eso parece que a nuestros gobernantes es algo que no les preocupa.

Envidia es lo que siento cuando hago un repaso comparativo con otros muchos países de nuestro entorno y compruebo la longevidad de sus legislaciones y la estabilidad de sus sistemas educativos, que les permiten ser cada vez más potentes y competitivos frente a las debilidades del nuestro. Unas carencias que se quieren tapar mediante una triquiñuela, aprobada recientemente mediante un Real Decreto, y por la que se va a poder pasar de curso con suspensos. Y todo esto para no reconocer el grado de inferioridad y el déficit educativo al que estamos conduciendo a nuestros escolares.

Pero lo peor es que los defensores y promotores de esta Ley saben que esta nace sin vocación de continuidad y con fecha de caducidad incorporada.

Jesús Norberto Galindo // Jesusn.galindo@hotmail.com

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