miércoles, 9 de enero de 2019

De los usos y costumbres sociales

Usos y costumbres sociales



Han pasado las fiestas navideñas, y ha llegado el nuevo año. Y a mí me parece que todo sigue igual. A pesar de que algunos (entre los que me incluyo) nos seguimos empeñando en desear una feliz y venturosa añada, o cualquier otro estereotipo algo más sofisticado, a sabiendas de que casi nunca se cumple.

Hasta que no pasa el mes de enero, no nos damos cuenta de que todo es un cuento. Pero, al menos, hemos saboreado durante esos días la esperanza de que, por una vez, se puedan hacer realidad algunos de nuestros sueños inalcanzados. Aunque todos sabemos que –como sueños que son- solo se materializan en esa fase “REM” de la que todo el mundo habla, pero que nadie ha tenido la ocasión de conocerla.

Yo soy de los que creen que la Navidad es necesaria. Aunque solo sea para que permanezcamos con la sensación de que, este año, por fin, se van a ver cumplidas nuestras expectativas. Y a pesar de que estas, en muchos casos, se limitan a reivindicar que “me quede como estoy”, lo que demuestra la poca fe que tenemos en nuestras convicciones más íntimas. No estaría demás esperar que pasen los Reyes Magos, por si sonara la flauta, ahora que el carbón parece que se acaba en nuestro país.

Tampoco está de más pasar unos cuantos días saboreando un cuento de navidad que, como todos los cuentos que se precien de serlo, debería tener un final feliz. Y al año que comienza le quedan todavía once meses más para hacerlo realidad. Muchos, hasta van a seguir comprando lotería, van a jugar a las quinielas, o se presentarán a “pasapalabra”, para conseguir en los meses venideros lo que esta Navidad les ha negado. Quizá porque somos excesivamente materialistas.

Hablaba yo con una joven (que acaba de abandonar el periodo de adolescencia) en uno de estos días plagados de horas infructuosas, y en una de esas reuniones familiares que tan prolíficas se hacen en estas fechas. Y nos enzarzamos en un tema que, para la ocasión, tenía miga. No se nos ocurrió otra cosa que ponernos a conversar sobre la libertad para comportarnos de acuerdo con nuestros criterios de libertad y orden, y sobre las normas sociales que, muchas veces, nos vemos obligados a cumplimentar, dentro del estatus social en el que vivimos.

Tras algunas sanas discrepancias, concluíamos que solo los jóvenes y los mayores tienen una mayor libertad a la hora de mostrarse como son. En estos dos estratos sociales (en uno de ellos me encuentro yo) se encuadran todos aquellos ciudadanos que pueden permitirse el lujo de manifestarse con algo más de libertad a la hora de expresar sus sentimientos, sus pensamientos, o sus opiniones; algunas de las cuales podrían considerarse como política y socialmente incorrectas.

En el caso de los jóvenes, la explicación es bien sencilla. La falta de experiencia; la lógica rebeldía juvenil que todos hemos padecido, fruto de un sano inconformismo y una permanente actitud de rechazo por lo convencional; y la firme apuesta por un comportamiento social basado en la sinceridad, son causas más que evidentes para entender este tipo de conductas. Algo que, por otra parte, no es fruto de una generación en particular, sino que está solapada a una etapa de nuestra vida, que –con más o menos intensidad- se ha ido escenificando a lo largo y ancho de las distintas generaciones.

¿Quién no ha tenido, en su etapa juvenil, un episodio más o menos revolucionario? Por supuesto dentro de unos lógicos cauces de corrección y ajenos a la violencia. ¿Quién no se ha sentido frustrado, ha tenido rabia o mantenido u sentimiento de incomprensión? Este tipo de actitudes suele conducir a la juventud, en muchas ocasiones, a rechazar, e inclusive a combatir, ciertos convencionalismos propios de una sociedad que ha grabado sus pautas de comportamiento como si fueran las Tablas de la Ley. Sin darnos cuenta que las generaciones que nos siguen tienen un concepto de las relaciones sociales, donde la sinceridad, junto a ciertas dosis de desinhibición, son factores fundamentales en la composición de una conducta más espontánea.

Por otra parte, la madurez que se genera tras una larga etapa de permanente actividad profesional y social, es la otra fase de la vida donde se manifiesta este gusto por expresar, de manera libre y desenfadada lo que uno piensa, y lo que le apetece. Algo que, por otra parte, nos ha estado vedado –por voluntad propia- mientras hemos desarrollado una actividad más o menos acoplada a los hábitos y tradiciones sociales que ha impuesto la colectividad en la que nos hemos desarrollado.

Cuando comprendemos que nos hemos hecho mayores y nuestro peso específico en la sociedad en la que residenciamos ya no es tan relevante, se produce una situación en la que perdemos parte de nuestro pudor social y sentimos la necesidad de liberarnos de una carga que hemos estado soportando durante muchos años.

Un yugo invisible que nos fijaba determinadas conductas a las que nos veíamos abocados, de acuerdo a los usos y costumbres que impone nuestro entorno profesional, social o familiar. Y, de pronto, cuando tu sustento diario ya no depende de esos factores que han estado marcando tu vida, te das cuenta que a ti no te gusta llevar corbata, o afeitarte todos los días. Y que no te apetece cenar o salir de copas con ese señor al que no le aguantas sus gracietas ni te interesan sus aburridos monólogos.

Esta consideración, que algunos podrían calificar como de desarraigo, puede plantear algunos problemas en nuestro entorno social. Mientras que a los jóvenes se les permite y se les tolera este tipo de actitudes, en base a su fiebre libertina y de sinceridad manifiesta; a los que hemos traspasado el umbral de la senectud se nos critica y hasta se nos quiere seguir imponiendo esos usos y costumbres que la sociedad ha estereotipado, tachándonos –en algunos casos- de intolerantes, e inclusive de supremacistas.

Yo creía que una de las pocas ventajas que te aportaba alcanzar la etapa de la jubilación era la de emanciparte de ciertos corsés sociales y tener la oportunidad de decir no en aquellos momentos en los que te apetezca, sin que nadie te pueda obligar, y con la conciencia de que, sin hacer mal a nadie, estás haciéndote un bien a ti mismo.

Pero, al parecer, todavía tenemos que soportar el acatamiento de algunas de esas conductas “políticamente más correctas”, si no queremos colisionar con esos estereotipos que todavía subyacen en el seno de algunas familias, entre los amigos y en algunos recovecos de nuestro entorno, y que se resisten a diluirse ante el clamor de quienes, sin ánimo de ofender, reivindicamos nuestro derecho a decidir.

De todas formas, y por si sirve de algo, a todos, ¡Feliz 2019!

Jesús Norberto Galindo // Jesusn.galindo@hotmail.com

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