Una Ley con fecha de caducidad
El Congreso de los Diputados ha aprobado la nueva Ley de Educación (ya bautizada como Ley Celaá) y, como viene siendo habitual, sin el consenso mayoritario del espectro político de la cámara, ni de la sociedad a la que representa. Por tan solo un voto de diferencia han parido la octava Ley de Educación de la democracia, lo que de hecho nos avoca –de forma indefectible- a una derogación anunciada en el momento en que el gobierno cambie de signo político.
Mi
crítica, constructiva por supuesto, se dirige hacia lo que es el procedimiento
en sí para lograr implantar una Ley
de la importancia de la que estamos hablando y sobre la que ya he reiterado en
otros artículos anteriores la necesidad de buscar el máximo consenso, con el
objeto de conseguir lo que toda norma persigue: el máximo de durabilidad en su
aplicación, con el objeto de producir una incuestionable eficacia en la
consecución de objetivos.
La
imposición de este tipo de normativas, tan sensibles para el conjunto de la
sociedad y cuando estas se consiguen a través del “rodillo” parlamentario, no
traen buenas consecuencias. Más bien nacen viciadas y son objeto de ataques en
su línea de flotación, con el objeto de poner el máximo de impedimentos que
frenen su implantación. Muestra de lo que digo la están dando aquellas Comunidades que ya han anunciado
utilizar las herramientas que les permite la descentralización educativa de la
que disfrutamos, a través de diecisiete distintas formas de aplicar los
preceptos legales en nuestro país, para, así, minimizar aquellos aspectos que,
políticamente, convengan a los gobiernos regionales. Y todo ello con el único fin
de torpedear el pleno establecimiento de esta norma.
Otro
de los fallos endémicos, por lo que de repetitivo se trata y de los que adolece
la Ley Celaá, es el poco –por no
decir nulo- peso específico que la comunidad educativa ha tenido en la
elaboración de este texto. He escuchado algunas burdas excusas que hacían
responsable a la pandemia de impedir
una mayor participación –con las consiguientes y necesarias aportaciones- de
estos colectivos que tanto tienen que decir en un proyecto de estas
características. Excusa que no se sostiene, por dos motivos: uno, que no es
necesaria la presencia física para desarrollar ninguna actividad de asesoramiento
o debate, como se ha demostrado hasta la saciedad con motivo de los distintos
confinamientos que hemos sufrido; y dos, que una normativa de la importancia
que nos ocupa, puede dilatarse si, con esta acción, se consigue una mayor
perdurabilidad y eficacia en su ejercicio, sin necesidad de tener que aprobarla
aprisa y corriendo, como ahora se ha hecho, por motivos puramente ideológicos.
Entiendo
perfectamente la inquietud de los padres con niños en educación especial,
cuando escuchan la priorización que el gobierno va a establecer para la
escolarización de estos en los centros ordinarios, cuando todos sabemos que una
inmensa mayoría de estos centros no disponen de los recursos necesarios. Pero,
sobre todo, al comprobar que, en la Ley, tan solo se contempla (en la
disposición 4ª) la intención de “desarrollar
un plan, en diez años, para dotar de los recursos…”. Una Ley que –en este
tema- no ha sido capaz de establecer un plan concreto, con presupuesto y plazos
de ejecución incluidos, convierte esta reglamentación en papel mojado y no le
otorga credibilidad alguna.
Una
vez más caemos en los mismos errores que otros gobiernos ya han cometido. No
nos olvidemos que la Ley Wert,
auspiciada por el PP, también
adoleció del mismo mal. El Partido
Popular aprovechó su cómoda –aunque exigua- mayoría parlamentaria para
laminar a la otra mitad del hemiciclo e imponer sus criterios, a sabiendas del
corto recorrido que esta iba a tener. Ahora estamos en la misma situación pero
al contrario. Y así –como en el día de la
marmota- una y otra vez… y hasta ocho leyes en tan solo casi cuarenta años,
a razón de una cada lustro. Esto no hay sociedad que lo resista, aunque eso
parece que a nuestros gobernantes es algo que no les preocupa.
Envidia
es lo que siento cuando hago un repaso comparativo con otros muchos países de
nuestro entorno y compruebo la longevidad de sus legislaciones y la estabilidad
de sus sistemas educativos, que les permiten ser cada vez más potentes y
competitivos frente a las debilidades del nuestro. Unas carencias que se quieren
tapar mediante una triquiñuela, aprobada recientemente mediante un Real
Decreto, y por la que se va a poder pasar de curso con suspensos. Y todo esto para no reconocer el grado de inferioridad
y el déficit educativo al que estamos conduciendo a nuestros escolares.
Pero lo
peor es que los defensores y promotores de esta Ley saben que esta nace sin vocación de continuidad y con fecha de caducidad incorporada.
Jesús Norberto Galindo // Jesusn.galindo@hotmail.com
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