Una riada de solidaridad
Tras pasar casi un mes de sequía intelectual,
me dispongo a retomar el sano hábito de la escritura, a pesar de que me está
constando bastante trabajo volver a la rutina habitual en la que me
había instalado, y mediante la cual me obligaba a escribir un artículo a la
semana.
Por eso, hoy, al reanudar esta rutina, voy a
dedicar mi columna a algo tan importante como extraordinario, y que fue lo más
positivo (permítanme esta licencia que podría parecer un sarcasmo) que ha
tenido esta catástrofe: me estoy refiriendo a la solidaridad.
La noche del siniestro fue una pesadilla que
muchas familias, y otros tantos a nivel individual, sufrimos frente a la
incertidumbre como elemento desestabilizador y el miedo que, en algunos casos
hizo mella en aquellos que podían tener un mayor riesgo y exposición a la
vulnerabilidad. Tras las primeras horas en las que la fuerza del agua nos tuvo
materialmente aislados, y cuando los primeros clareos de la mañana del viernes
empezaban a repuntar, más de trescientas personas ya habían tenido que
abandonar sus hogares, ayudados por personal de emergencias y de distintos
cuerpos de seguridad que se habían pasado toda la noche en esas labores propias
de su condición pero que implican un riesgo no calculado, inclusive para ellos
que ya están, por desgracia, acostumbrados a estos menesteres.
La Policía
Local, los Bomberos, efectivos
de Protección Civil, Guardia Civil, la Unidad Militar de Emergencias, Militares
de los tres ejércitos…, efectivos de otros cuerpos (como Servicios Forestales) y tantos y tantos
otros que no recuerdo y a los que les pido perdón por no citarlos, fueron los
primeros en ponerse manos a la obra y tratar de paliar lo que ya era un
auténtico desastre. Su prelación fue atender los casos donde la vida humana era
una prioridad, desdeñando (como era natural) las innumerables peticiones de
ayuda “logística” que les llegaban desde aquellos otros que demandábamos medios
materiales para paliar unos efectos que, en aquellos momentos, no nos dábamos
cuenta que eran incontrolables e imposibles de mitigar.
Pero la verdadera explosión de solidaridad se
produjo a partir del sábado siguiente a la tragedia; día en el que los equipos
de emergencia permitieron el acceso a las zonas afectadas. Cientos de personas, en su mayoría jóvenes,
de los más distintos puntos de nuestra Región, y de fuera de ella se daban cita
a través de las redes sociales. Sí de esas redes sociales a las que yo he
menospreciado en algunas ocasiones y a las que ahora rindo mi más absoluto
respeto y mi reconocimiento por el servicio que en estos casos presta. Se les
podía ver por las calles embarrizadas, equipados con sus botas de agua,
escobas, capazos y todo tipo de artilugios de lo más heterogéneo, pero todos ellos
con el mismo fin: prestar su ayuda allá donde se les requiriese. Una ayuda que
se demandaba desde una gran mayoría de las viviendas y locales donde sus
propietarios o moradores no daban abasto con las labores propias de achique de
agua, barro y otras muchas incidencias que –en algunos casos- rebasaban las
capacidades que los vecinos de Los
Alcázares teníamos para poder afrontarlas.
A aquellas personas, algunas de ellas
pertenecientes a organizaciones estructuradas, como Cáritas, Cruz Roja, y
otras muchas que me es imposible recordar, se empezaron a unir una masa ingente
de voluntarios anónimos, sin ningún tipo de adscripción ni vínculo estatutario,
y cuyas ordenanzas no escritas las tenían grabadas en lo más profundo de sus
sentimientos. Fue la riada de la solidaridad y el Ayuntamiento de Los
Alcázares se colapsó atendiendo las demandas de estos anónimos personajes
que acudieron a la llamada de sus conciencias, sin ningún tipo de consigna,
interés o predisposición, y tan solo con el único ideal de prestar su ayuda
allí donde fuera necesario.
En algunos momentos la excesiva oferta de
auxilio pudo traducirse en confusión, pero fue un desconcierto muy hermoso, un
desbordamiento de ilusión que venía a poner un tablacho a esa agua traicionera
que horas antes había querido quebrar la apacible convivencia de todo un pueblo.
Todavía recuerdo la estampa de un grupo de
esos voluntarios (ninguno de ellos rebasaba los 18 años) ayudando a una pareja
de ancianos a quitar el barro acumulado en su vivienda y sacando los enseres,
ya inservibles, a unas calles cuya fisonomía había desaparecido del mapa.
Esa imagen de solidaridad es con la que yo me
quiero quedar. Cuando escribo estas líneas y me vienen a la memoria los
recuerdos de aquellas horas, todavía se me humedece el iris y siento un nudo
que tengo que controlar. Tras los primeros e interminables días que precedieron
a la catástrofe, siguieron otros en los que el recuento de daños y las
reparaciones de subsistencia han marcado el devenir de un pueblo que, sumido en
la impotencia y el abatimiento, no ha perdido la esperanza que, según el
refranero, es lo último que se debe perder.
Sirvan, pues, estas líneas como homenaje y
gratitud hacia todos los cuerpos de seguridad, emergencias, voluntarios, y a
todos aquellos anónimos que, sin importarles protagonismo alguno y con una
clara actitud de colaboración, antepusieron el servicio a los demás como lema y
propósito, definiendo su actitud como un modo de vida, que permite que todavía
sigamos confiando en esta sociedad y en sus valores.
Un agradecimiento que quiero acompañar con
una sana crítica hacia los responsables de algunos de estos cuerpos, tras
comprobar la insuficiencia de medios técnicos y materiales con que –en ciertos
casos- cuentan. Me refiero, en concreto, a los bomberos del Consorcio de la
Región de Murcia, quienes estuvieron en primera línea desde el minuto uno,
aunque, desgraciadamente, la escasez de medios materiales, propios para el
achique de aguas y barro, en algunos casos, no hacía posible que su trabajo
culminara de forma satisfactoria. Solo la excelente profesionalidad y la
capacitación de estos profesionales suplieron esas carencias, con sus propios
medios personales. Sustituyendo, en muchos casos, las deficiencias materiales
sobrevenidas, con su buen hacer y sacrificio. Un sacrificio que (es objetivo
evidenciar) no está lo suficientemente valorado, merced a la invisibilidad
mediática de algunos de estos cuerpos de emergencias, frente al, también
objetivo, protagonismo de algunos otros (mejor dotados y más mediáticos) que, sin
desmerecer ni entrar en comparaciones, acaparan las informaciones
periodísticas.
El día que vea la luz este artículo está
prevista la visita de los Reyes de
España a Los Alcázares. Nada que
objetar a este acontecimiento, que yo hubiera propiciado para fechas
anteriores. Pero, en todo caso, sirva el mismo como muestra palpable de un
grito silencioso que los vecinos de este pueblo (con nuestro regidor a la
cabeza, al que le deseo acierto, ya que coraje no le falta) queremos lanzar a
todos los responsables políticos y administrativos en general, transmitiéndoles
nuestra firme exigencia en solicitar una solución definitiva a un problema
puntual y extraordinario que, al parecer, se ha convertido en una verdadera
catástrofe endémica.
Ojalá no tengamos que vivir otro episodio
como el que hemos padecido para comprobar que una de las virtudes del ser
humano que más satisfacciones proporciona, es la Solidaridad, aunque sea en forma de riada.
PD.- Querido lector, este artículo
(con alguna leve actualización) lo escribí en enero de 2017, a raíz de las
inundaciones padecidas, en Los Alcázares,
en diciembre de 2016. Casi tres años
después la vigencia de su contenido, tras la repetición de una catástrofe de
estas dimensiones, hacen más patente y dolorosa la sensación de indefensión en
la que nos encontramos los alcazareños, quienes hemos visto desfilar a todo
tipo de autoridades y políticos con un discurso ya manido y aprendido, que en
nada difiere del que escuchamos hace treinta y tres meses. Ojalá me equivoque
y, en esta ocasión, se lo tomen en serio y nos traten con el respeto y la
seriedad que los seres humanos nos merecemos.
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