Sucumbir al supremacismo
La situación
política y social en Cataluña, lejos
de serenarse, tiende a enquistarse, creando un escenario polarizado por la
crispación, en el que los ciudadanos, sus entornos familiares y los círculos de
amistad más estrechos, están padeciendo la profunda brecha que el odio y la
sinrazón más injustificables han producido en una buena parte de la sociedad
catalana.
Nunca hubiera
pensado que una parte de la Cataluña
que hemos conocido y que rebosaba progreso, pragmatismo y sensatez, se volvería
supremacista y radical. Una actitud especialmente instalada en la burguesía
catalana, que por cierto ha estado ligada a la derecha más rancia y corrupta, y
que ha gobernado en esa Comunidad
Autónoma, prácticamente, desde la instauración de la democracia a partir de
1976. La solución es harto difícil, pues tiene una importante componente
sociológica, sobre todo cuando se constata que los retoños, descendientes de
esa burguesía, son los cachorros que conforman los comandos más radicales de
los CDR (denominados Equipos
de Respuesta Táctica –ERT-),
algunos de cuyos miembros, recientemente, han sido detenidos cuando preparaban
una acción con explosivos. Todos han sido educados y aleccionados
convenientemente a través de las instituciones docentes que, desde hace
décadas, imparten la doctrina del independentismo. Una doctrina que, desde hace
décadas, ha estado debidamente conducida y financiada por los órganos de
gobierno de la Generalitat de Cataluña.
Tiempo,
amplitud de miras y mucho seny es lo que ahora se necesita.
Hay que tomar muchas decisiones, y estas tienen que estar consensuadas por una
mayoría social y política, dentro de unas normas que respeten la convivencia y
el respeto por todas las tendencias y creencias políticas, y por el
ordenamiento jurídico constitucional. Hay que abandonar radicalmente cualquier
enfrentamiento, entre las distintas formaciones políticas, que esté producido
por acontecimientos derivados del proceso de segregación. Tenemos que volver la
vista atrás, y acordarnos de la Transición
Española. En menos de un año, se promulgó una Constitución que nos ha durado más
de cuarenta años. De momento la más longeva de nuestra historia (tras la de
1876), y que ha propiciado el periodo más próspero y fecundo de la reciente y
convulsa historia de España.
Sentados
alrededor de una mesa, viejos e irreconciliables representantes de distintas
ideologías que hacía cuarenta años se habían enfrentado en una cruel guerra
incivil, fueron capaces de aparcar sus diferencias, parangonando el ‘abrazo de Vergara’, y de promulgar
nuestra Carta Magna, que fue
refrendada por la inmensa mayoría de los españoles en diciembre de 1978.
Lo peor del
conflicto catalán es su enquistamiento en la sociedad civil y la influencia y
apoyo logístico que, por parte de los poderes independentistas instalados en
los órganos de gobierno, se está prestando a grupos radicales, y que –en muchos
casos- se lo están tomando como una manera de expresar su posición contra el
sistema. Les da igual la independencia de Cataluña o que algunos políticos
estén en chirona. Su interés está centrado en la desestabilización y en la
implantación del desorden a través de la protesta, sea esta de la índole que
fuere. Y cualquier motivación les es de utilidad para utilizarla como excusa para estos otros fines,
que son los que verdaderamente
a ellos les interesan.
Hay que cortar
el grifo de la financiación de todos aquellos chiringuitos y plataformas que se
han creado al amparo y para mayor gloria del independentismo, y que están
siendo financiados con el dinero público que la administración catalana les
suministra, con la total impunidad que les permite el ejercicio de su
autonomía. Buen ejemplo de ello es el llamado CNI catalán, un órgano creado bajo el encubierto fundamento de controlar
la seguridad de las telecomunicaciones de la región y que, al parecer, y según
investigaciones en curso en la Audiencia
Nacional, podría haber estado financiando determinado tipo de actividades
delictivas, algunas de ellas de corte filo terroristas. Mientras las
instituciones de donde emana el control de los fondos que maneja el Gobierno de la Generalitat esté en manos
independentistas, no se podrá apagar uno de los focos más importantes de
desestabilización que se está utilizando como medida de presión para la
consecución de sus fines segregacionistas.
En el País Vasco, pasó algo parecido en la
denominada época de los años de plomo de la banda terrorista ETA. Allí surgieron diversos grupos que
alentaron y ejercieron su particular guerra al sistema a través de lo que se
denominó la Kale borroca. Comandos
paralelos, como Jarrai, Haika y Segi, se encargaron de hacer el trabajo sucio en la calle y de
mantener la tensión en la sociedad, mientras sus mentores los adoctrinaban bajo
el mantra de la independencia y de la liberación de su país. En aquella etapa
fue, precisamente, el juez Garzón el que de forma valiente y
determinante decidió atacar a la serpiente cortándole la cabeza, que no era
otra que la financiación de todos aquellos organismos y entidades (herriko tabernas incluidas) de apoyo
logístico, que hacían de soporte, financiación y logística al terrorismo de ETA.
Esa es una de
las medidas urgentes que el Gobierno
que salga de las recientes elecciones tendrá que tomar para atajar y controlar
el conflicto catalán. Otra, sin duda, debería ser una acción más pro activa en
materia de educación en los centros escolares y en las Universidades. Potenciales viveros del sentimiento independentista.
Algo que, por otra parte, no sería tan pernicioso si no llevara implícito un
odio y una animadversión, rayana en el supremacismo, hacia todos aquello que ellos
consideran charnegos. La manipulación de la historia a través de las distintas
publicaciones y material docente que se imparte en los centros de enseñanza es
una de las bazas que el independentismo utiliza para lavar el cerebro de todos
aquellos que quieren dejarse manejar, en aras de una Cataluña libre.
No es fácil
tomar determinadas decisiones. Sobre todo, cuando estas están condicionadas por
otros elementos más ligados a situaciones concretas de índole ideológico o
electoral. Pero gobernar es tomar decisiones. Y el gobierno de España tiene la obligación, después de
la siesta que se ha echado previa a las elecciones generales, de acometer una
serie de medidas, sin temor alguno, que permitan el regreso al orden
constitucional y restauren la convivencia entre los catalanes.
La inmensa
mayoría de los españoles lo estamos esperando. No sucumbamos ante el supremacismo.
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