No sé a quién votar
Pues bien, por
si yo me encontraba en ese cuarenta por ciento, al que aludía al principio, y
pertenecía, sin saberlo, a ese segmento de población tan indeciso a la hora de
votar, he esperado a que llegase la ‘semana mágica’ (no es la del Corte Inglés), por si los idus
(pero no de marzo, sino de noviembre), o los hados (fuerza que, se
creía, gobernaba el destino de los hombres) me iluminaban y me ayudaban a
vencer el desasosiego que me embarga desde que el Presidente Sánchez convocó las elecciones. Confieso,
y no me avergüenzo de hacerlo, que en esta ocasión a mí sí que me ha pillado
con el paso cambiado; y es que no sé a quién votar, oiga.
Me considero un
ciudadano que ha apoyado, en todo momento, la llegada de la democracia a
nuestro país. Un régimen que, a través de una transición modélica, propició la Constitución de 1978, y amparó las primeras elecciones libres que
se celebraron en España tras más de
cuarenta años de dictadura. Siempre he abogado por ejercer los derechos que
nuestra Carta Magna nos garantiza, y
uno de esos es el derecho a votar en libertad y elegir a nuestros
representantes, democráticamente y sin subterfugios que condicionen su
legitimidad. Y, por esa misma razón, he criticado el pasotismo que algunos
manifestaban cuando se producía un proceso electoral, sobre el que todos los
españoles tenemos algo que decir y decidir, y al que debemos el resultado de
conformar un gobierno acorde con las mayorías que, democráticamente, nos
hayamos dado a través de estos procesos.
Por eso, ahora
estoy confundido. Bueno, más bien, bastante perdido. Se están yendo al traste
mis principios. Y yo no soy como Groucho
Mark (que tengo otros de recambio). Todos los amigos y conocidos a los que
me dirijo planteándoles mis dudas, me dicen lo mismo: hay que ir a votar. Pero
es que yo no soy de los que siempre votan al mismo partido, como si fuesen
autómatas, les guste o no lo que estén haciendo. Yo no soy de ideas fijas e
inamovibles en tema tan trascendente como el de otorgar tu consentimiento para
que otros te representen y hagan o deshagan en tu nombre. En eso disiento de
aquellos que se aferran a unas siglas (no a una ideología) y les juran
fidelidad hasta la muerte. Algunos creen que los principios que defienden son
inmutables y no se dan cuenta que son personas, igual que nosotros, los que
dirigen esos partidos, y (en muchos casos) los que imponen sus intereses,
disfrazados de una pátina ideológica.
Según mi
humilde opinión, el PSOE ha dejado
de ser el Partido Socialista que yo
conocí y en el que en otras ocasiones confié, para convertirse en un partido
presidencialista que se apoya, exclusivamente, en la figura de su líder. Pedro Sánchez ha demostrado ser un
verdadero estratega, pero ha abusado excesivamente de sus incoherencias y
bandazos a la hora de enfrentarse con los problemas más acuciantes que tiene
nuestro país. Pretende dar una imagen de estadista, que no tiene, y está más
interesado en su trayectoria personal que en afrontar los verdaderos y
acuciantes problemas de Estado a los
que tiene que atender.
El Partido Popular de Pablo Casado, tiene, todavía, que decidir lo que va a ser de mayor.
Tiene confundida a su clientela y ya no se sabe cuál es el discurso que le
define. No sabemos si quedarnos con el PP
del giro a la derecha que lució en su última corrida (léase elecciones del 28
de abril), o con esa otra imagen de moderación que pretende vendernos ahora,
cuando se ha dado cuenta que su electorado no está por la labor de regresar a
las ‘trincheras’ (no se me interprete,
por favor).
Lo de Ciudadanos es para nota. La
concatenación de errores de su líder ha llevado a esta formación a aparecer en
todas las encuestas como un partido residual, por debajo, incluso de algunos
partidos nacionalistas. No se entiende que un partido que nació con la
aspiración de ser la bisagra que posibilitara abrir la puerta de la
gobernabilidad en nuestro país, haya cometido tamaño error al intentar erigirse
como líder de la oposición, aunque para ello haya tenido que perder su
identidad centrista y pactar con la derecha más extrema. Una vez más, parece
que se ha dado al traste con un proyecto que prometía, pero que en España parece que no tiene futuro, y no
sé si es por culpa de las ambiciones personales, que se anteponen a los
intereses generales, o porque el centro, en nuestro país, no es una condición ideológica, sino que es una posición sociológica.
En el caso de Podemos (o como se quiera llamar), y en
el de VOX, son los dos únicos casos
en los que ya tenía decidido no votarles. A mi entender representan a la izquierda
y a la derecha más extremas y, aunque tienen todo su derecho a defender sus
ideas y sus programas, sin duda no son los míos, y tengo claro que no lo serán,
por lo que me eximo de hacer comentario alguno que justifique tal decisión.
Ante este
panorama tan poco clarificador en el que, tras el debate del pasado lunes, se
ha puesto de manifiesto la imposibilidad de compromiso alguno para evitar un
nuevo bloqueo post electoral; y dado que en nuestra circunscripción no hay
ningún partido regionalista que sustituya la orfandad electoral en la que me
veo sumido, solo me quedaría la opción de votar en blanco. Pero esto tampoco es
solución ya que, por si ustedes no lo saben, el voto en blanco favorece
directamente a los partidos más votados. Sí, lo que están leyendo. Por obra y
gracia de nuestra Ley electoral, y
de la regla de oro de la Ley D’ont
que regula el reparto de sufragios, los votos en blanco se reparten como si
fueran los restos. Y, por tanto, van directamente al partido más votado, y
–como mucho- al segundo.
Comprenderán
ustedes que esté hecho un lío y que, a estas alturas del partido, no sepa la
alineación que más me conviene. Por eso es por lo que les decía yo al principio
que no sé a quién voy a votar.
Yo no sé lo que
haría usted en mi lugar. O a lo mejor sí..., y casi me lo puedo imaginar.
Pues
seguramente yo haré lo mismo.
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