Pensar o sentir, es la cuestión
Cada vez que
hay unas elecciones me convenzo más de la falta de cultura política que (en
general) tenemos los españoles. Probablemente los casi cuarenta años de
carencia de una democracia plena, o más bien de ejercer una democracia
orgánica, que es el engendro que se inventó el antiguo régimen, nos ha
producido una inflamación de las meninges que nos afecta al funcionamiento de
los hemisferios de nuestro cerebro, haciéndonos confundir lo racional con lo
emotivo.
Estos
fundamentos, basados en los sentimientos y emociones, son los que aplicamos a
la hora de ejercer nuestra libertad, participando en cualquier tipo de
sufragio, como uno de los actos más importantes que nos tiene reservado un Estado de Derecho plenamente
democrático.
Los resultados
obtenidos en las sucesivas convocatorias electorales, sean municipales
autonómicas o generales, nos han ofrecido una buena muestra de lo referido
anteriormente. Cada vez más se elaboran las campañas electorales pensando en
los votos cautivos que cada formación política tiene, y que están enquistados
en la masa de afiliados y sus adláteres, los cuales ejercen un esfuerzo para
ganarse el interés de sus vecinos y amistades, ampliando así el espectro de los
votantes (infinitamente más numeroso que el de los militantes).
¿Y cuál es el
argumentario que utilizan a la hora de ejercer de influencers? ¿acaso el contenido del programa electoral? ¿o las
ventajas que un partido ofrece frente a otro, en determinado tipo de políticas
laborales o sociales? ¡No, ni mucho menos! La razón esgrimida es mucho más
simple. Unos dicen: ‘esos son unos fachas,
y yo no los votaré nunca’. Y los otros: ‘Yo
no voto a estos, que son unos rojos’.
Como ustedes
pueden comprobar, son ‘razones de peso’
y, sobre todo, con una ‘maduración
política’ a prueba de bombas, que haría saltar por los aires cualquier
razonamiento que pueda esgrimir un sociólogo.
Reconozco que
todo el monte no es de orégano, o lo que es lo mismo, que toda la sociedad
española no tiene este mismo comportamiento. Pero, en los municipios, pueblos y
lugares más pequeños; y en las grandes ciudades, en una serie de barrios y
colectivos muy determinados, sí que se dan estas condiciones. A la hora de
ejercer nuestro derecho de sufragio utilizamos el corazón más que la cabeza.
Y eso, yo puedo entenderlo cuando el sujeto es una persona con una limitada
formación política y con un comportamiento basado en las tradiciones, y en determinados
acontecimientos que ha vivido y/o sufrido y que han condicionado su forma de
vida. Pero lo que ya no me cuadra es cuando este tipo de comportamientos (quizá
sin los adjetivos peyorativos que yo he utilizado en mis ejemplos) se da en
personas capacitadas, con un cierto nivel intelectual y político.
A lo largo de
mi vida, en democracia, he votado casi todo. Eso sí, menos los extremos. Desde
la derecha (autodenominada civilizada), hasta la izquierda progresista, pasando
por todos los centros y centrífugos que hemos conocido, he tenido la
oportunidad de elegir, y de equivocarme. Según les haya otorgado más o menos
credibilidad, y en según qué ocasiones, he ejercido mi derecho constitucional
tan libremente como mi formación política, que no es que sea para tirar
cohetes, me ha guiado.
No he consentido
nunca que partido político alguno, al que en un momento determinado haya podido
votar, me condicionara ni me influenciara, intentando defender postulados
políticos contrarios a mi criterio. Algo a lo que, por otra parte, se somete
buena parte de la denominada clase política. No hay más que
hablar (off the record) con cualquier miembro o representante de un partido,
para que te cuente los sapos y culebras que se tienen que tragar cuando tienen
que defender alguna consigna o directriz que les han impuesto desde la cúpula,
aún a sabiendas de que ellos no la compartirían.
Aunque esta
referencia podría parecer harina de otro costal, el fundamento es el mismo. Se
trata de saber diferenciar, en la toma de decisiones, cual es el órgano que nos
ha influido, si la cabeza o el corazón (por citarlos de forma
coloquial), y los ejemplos en los que me he basado, no cabe duda, se han
sustanciado utilizando el segundo de ellos, cuando lo racional es que hubiera
sido el resultado de una decisión reflexiva y fundamentada. Es decir, hacerlo con cabeza.
Mi reflexión
(que no tiene por qué ser la correcta), y siguiendo con el mismo ejemplo de
comportamiento ante un proceso electoral, es que hay otras formas de expresar nuestra
voluntad, sin que sea necesario reproducir una foto fija, que es lo que hacemos
cuando, de antemano, y sin ningún tipo de criterio objetivo, ya tenemos
decidido a quien vamos a votar.
Existen otras
formas de expresar nuestras ideas, e incluso nuestras discrepancias, y considero
positivo poder explorar esas otras vías ante aquellas decisiones que
consideremos de cierta importancia y trascendentes, intentando no dejarnos llevar
por los sentimientos. En todo caso, lo que no parece muy racional es la justificación
que escuchamos en muchas ocasiones: yo no
estoy de acuerdo con ..., pero de todas formas los voy a votar, porque lo he
hecho siempre. Una vez más se comprueba que decidimos con el corazón, o mejor dicho con las tripas,
cuando la razón y el raciocinio nos están indicando otra cosa muy distinta.
Si
queremos que cambien las cosas, tenemos que empezar, también, por cambiar
nuestros comportamientos y hábitos sociales y, sobre todo, saber que tenemos la
oportunidad de influir en sus condicionamientos.
Es
importante que generemos compromisos y nos involucremos más, aunque sea de
forma pasiva, en aquellos foros y espacios de opinión a los que tengamos acceso.
Es una forma de generar una acción participativa que nos servirá para estar más
y mejor informados y, llegado el momento, utilizar más la cabeza y menos el corazón.
Reproduzco
aquí, como conclusión, una frase del filósofo inglés John Churton Collins, quien dijo: “La mayoría de las equivocaciones que sufrimos nacen de que cuando debemos pensar sentimos, y cuando debemos sentir, pensamos”.
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