El Estado del bienestar
Hace unos días escuchaba una tertulia muy
interesante, cuyo contenido trataba sobre la cobertura social que los Estados prestan a las familias, así
como aquellas prestaciones derivadas de lo que se ha dado en llamar como el “Estado del bienestar” y, en especial,
su financiación.
Todos sabemos que los incentivos sociales que marcan
el bienestar de una sociedad se sufragan con los ingresos que se generan
derivados de la población activa. Mientras que quien más consume ese tipo de
beneficios suele ser la población no activa que, por cierto, cada vez es mayor.
Los motivos de esta disfunción son elementales: uno de ellos se origina como
consecuencia del espectacular descenso que la natalidad ha sufrido en España. El otro está generado por la
mayor esperanza de vida que, por cierto, en el caso de los españoles, es una de
las primeras del mundo, lo que hace que este segmento de población crezca
cuando el otro decrece.
La disyuntiva, por tanto, se basaba en los criterios
que el Estado aplica a la hora de emplear
determinadas políticas sociales y si estas favorecen el aumento de la natalidad
en nuestro país. Algo que, por otra parte, se ha convertido en una necesidad,
más que en un propósito, dado el grado de envejecimiento de la población, y cuyas
consecuencias están influyendo, de forma exponencial, en nuestra economía.
Aunque el tema de la natalidad es muy recurrente y
genera, per se, un debate muy elocuente en el que caben muchas derivadas y
aspectos relacionados con los derechos ciudadanos, no es mi intención centrarme
en este contenido y, más bien, me voy a referir al hecho de la subsidiación y
al papel que El Estado debe asumir
en una sociedad en la que, cada vez más, demandamos mejores prestaciones
sociales.
Volviendo al desarrollo de la tertulia, quizá uno de
los momentos más polémicos se suscitó tras dos intervenciones de otros tantos
contertulios.
‘Yo quiero
tener hijos, pero mis condiciones laborales no me lo permiten’. El Estado tendría que
subsidiar a este segmento de la sociedad para que ‘podamos ejercer nuestro derecho a ser madres’. Dijo una de las
participantes.
‘La Sanidad Pública debería incentivar,
a su cargo, los tratamientos de fertilidad, o de aquellos otros que se conciben
en situaciones extremas en las que la pareja no puede generar descendencia` (algo que, por otra parte,
ya asume la Seguridad Social, si
bien con ciertas limitaciones), aseveró otro contertulio.
Una de las intervinientes, socióloga de profesión, medió
de forma muy extensa, aludiendo a lo que, en su criterio, suele hacer una Administración cuya política social se
autodenomina progresista. Admitía que se debe legislar para favorecer un mayor
crecimiento de la población, que permita sufragar los beneficios que se aplican
en las políticas de bienestar social, uno de cuyos ejes programáticos suele ser
el mayor índice de coberturas sociales que atiende a través de las dotaciones
presupuestarias que destina a los programas y proyectos con un marcado carácter
social.
La cuestión más polémica, sin embargo, estriba en que
algunos de esos planes, cuyos efectos inciden en un sector de la población
minoritario, no los consideraba de primera necesidad, aunque haya quien crea
tener todo el derecho del mundo a disfrutar de esas prestaciones.
Extracto aquí algunas de esas reflexiones, que
reproduzco de forma textual, y que fueron vertidas en el contexto de frases más
extensas:
‘Hay
determinados tratamientos que, considero, no son de primera necesidad (se refería a los de
reproducción asistida), que los estamos
pagando todos los ciudadanos. Y aunque esas familias tengan sus derechos, que
no los discuto, lo que no entiendo es porque lo tengo que pagar yo’.
¿Por qué
tengo yo que sufragar las necesidades que no son perentorias? ¿Quién
dice cuáles son esas necesidades? ¿Dónde está el límite ante los hipotéticos
derechos esgrimidos por una parte de la sociedad?
Sé que algunos ya están pensando en esa frase tópica
y ya manida de “yo pago mis impuestos… y,
por lo tanto, tengo derecho a…”. Si bien, también es cierto que en muchos
casos el segmento de población más afectado por esta casuística no genera
impuestos como para tener este tipo de asistencia. Es, por tanto, El Estado como factor de equilibrio y solidaridad quien tiene que hacerse cargo de estas prestaciones,
pero ¿hasta dónde? ¿dónde está el límite?, porque la Administración actúa en función de los recursos que generamos
todos.
Esta situación, vista desde la óptica de una sociedad
híper regulada, como es la nuestra, con una Seguridad Social de carácter público, de las más avanzadas
socialmente, podría parecer una aberración. Pero si esta situación, se diese en
Norteamérica, la tónica esgrimida
sería la contraria, ya que, en este país, referente mundial del liberalismo,
precisamente lo que no se entiende es la intromisión del Estado en las cuestiones básicas que afectan a la toma de
decisiones que, ellos entienden, es potestad del individuo y no de la Administración.
Por eso no existe un modelo de Seguridad Social, como el nuestro.
No son tan solidarios, pero
son quizá más objetivos (por ponerles
un calificativo). Cada uno se administra sus ingresos y se los gasta en lo que
quiere. La administración americana recauda menos en impuestos, lo que
posibilita que los ciudadanos dispongan de una mayor liquidez económica,
permitiéndoles cubrir sus necesidades, según cada cual estime conveniente.
Aunque este modelo agudiza la desigualdad social, sin
embargo, la filosofía del pueblo americano lo acepta y, por el contrario,
rechaza la intromisión y el control del Estado
en la gestión de determinadas políticas que se atribuyen los ciudadanos. Todo
lo contrario de lo que suele ser nuestra idea de la sociedad del bienestar. No
deberíamos, por tanto, realizar descalificaciones ni comentarios peyorativos,
cuando nos encontremos con posturas diferentes a la que nosotros defendemos, ya
que ambas podrían ser válidas y correctas, según sea la filosofía del individuo
a quien le afecte.
El Estado del
bienestar es una realidad, pero tenemos que reconocer que puede haber más
de un modelo y, todos ellos, ser válidos, no lo olvidemos.
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