A vueltas con la intransigencia
Me voy
a arriesgar a escribir hoy sobre un tema, como es la intransigencia, con la
esperanza de no caer en sus redes y pecar de lo mismo que pretendo criticar. Y
lo voy a hacer porque, desde hace un tiempo, estoy observando que una cierta
tensión no exenta de intolerancia está impregnando algunas capas de nuestra
sociedad, aprovechando algunos episodios relacionados con la situación política
que tan fácilmente se prestan para este tipo de manifestaciones.
Por
ejemplo, Intransigencia es reventar violentamente conferencias y actos
donde los ciudadanos vayan a expresar libremente sus opiniones y donde la
libertad de expresión está por encima de cualquier otra libertad que coarte la
misma. Los intransigentes olvidan
que su libertad acaba donde empieza la de otro ciudadano que opine de manera
distinta.
No es
de recibo la utilización de medios violentos para impedir cualquier tipo de expresión,
por contraria que esta sea en su ideología. Sobre todo, cuando este tipo de actitudes
son más propias de los fascistas a los que ellos aluden de forma sintonizada,
sin darse cuenta que fascismo es precisamente lo que los intransigentes están
ejerciendo con este tipo de actos.
Intransigentes son estos otros que vemos a
diario, a través de los medios de comunicación, congregarse a las puertas de
los juzgados o de las comisarías de policía cuando hay algún tipo de actuación
policial o judicial, mediática (sea de índole político o no). Esas personas que gritan y vociferan contra
algunos de los que han acudido, bien como investigados o imputados y que estoy
seguro –en la mayoría de los casos- ni les conocen personalmente, pero que se
explayan con todo tipo de improperios dignos de una mala educación.
¿Quiénes
son?, ¿a quiénes representan? Todo más bien parece estar orquestado
previamente. En este caso, además, se están cargando directamente un derecho
fundamental derivado de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos: me refiero a la presunción de inocencia. Sí, efectivamente, la presunción de
inocencia a la que todos tenemos derecho y que dice que “a todo ciudadano, hasta que no haya sido juzgado y condenado, se le debe
considerar inocente”. Y aquí cabría apuntar aquello de “quien esté libre de culpa que tire la primera piedra”.
Intransigencia es, por otra parte, la que
muestran aquellos ciudadanos asistentes a manifestaciones callejeras que
amparándose en el anonimato que les brinda la multitud, y en algunos casos tras
un pasamontaña, se aprovechan de la buena voluntad de la inmensa mayoría de
esos manifestantes para cometer las peores tropelías, destrozos y la barbarie
más repugnante, en aras de esa libertad que ellos nunca permitirían si en algún
momento (no lo quiera Dios) pudieran gobernar.
Como de
intransigentes
se pueden calificar así mismo a aquellos que (como ocurrió hace un tiempo en el
pequeño pueblo navarro de Alsasua)
vierten su odio y animadversión, con actitudes cobardes y violentas, contra
aquellos otros que actúan como garantes de nuestra seguridad. Y solo por el
mero hecho de pertenecer a un Cuerpo, al que estos desalmados le niegan la más
mínima convivencia. Un síntoma, por cierto, muy característico del rechazo
social y la discriminación, que tan cerca están del racismo.
Otros intolerantes son aquellos que utilizan
el Parlamento para boicotear su labor de entendimiento, y se manifiestan con
actos más o menos virulentos, pero siempre utilizando el alboroto y la
algarabía, que les dé la significación mediática que ellos necesitan para hacerse
más visibles a los ojos de una sociedad a la que pretenden asaltar.
La intransigencia
es el fruto de la ausencia de una virtud que se llama tolerancia y, como decía
un filósofo, es una cualidad que no cambia de un día para otro, ni tampoco se
agota. Es algo que se tiene o no se tiene. Si fuera posible poder identificarla
en el conjunto de características que adornan la personalidad de un ciudadano,
no estaría de más exigir como imperativo legal que esta virtud estuviera
presente en todos aquellos políticos que optaran a ejercer cualquier tipo de
gestión para con la ciudadanía. Seguro que nos iría mucho mejor.
Mientras
tanto podríamos procurar poner, todos, nuestro granito de arena y, desde el
lugar en el que la sociedad nos haya colocado, deberíamos impedir el
lanzamiento de soflamas y avivar el fuego eterno de la intolerancia, evitando
mensajes como el que, no hace mucho, le escuché al líder de Podemos,
y donde animaba a sus simpatizantes a “construir
un partido más radical, netamente enfrentado al sistema y muy beligerante…,
para lo que tenemos que fortalecer nuestro papel en los conflictos sociales…”.
Esto
parece ser que es lo que Pablo Iglesias demanda a sus simpatizantes,
tratando de convertir la sociedad española en una jaula de grillos donde lo que
no se pueda conseguir con el razonamiento, el dialogo y las buenas formas se
consiga con el enfrentamiento, la radicalidad y las revueltas callejeras.
Y yo me
pregunto ¿es eso lo que realmente quiere la sociedad española? Yo quiero pensar
que no. Pero de, todas formas, en las próximas elecciones lo podremos comprobar.
Jesús Norberto Galindo // Jesusn.galindo@hotmail.com
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