viernes, 7 de diciembre de 2018

A vueltas con la intransigencia

A vueltas con la intransigencia



Me voy a arriesgar a escribir hoy sobre un tema, como es la intransigencia, con la esperanza de no caer en sus redes y pecar de lo mismo que pretendo criticar. Y lo voy a hacer porque, desde hace un tiempo, estoy observando que una cierta tensión no exenta de intolerancia está impregnando algunas capas de nuestra sociedad, aprovechando algunos episodios relacionados con la situación política que tan fácilmente se prestan para este tipo de manifestaciones.

La intransigencia, según la define el diccionario de la RAE, es la “actitud de la persona que no acepta los comportamientos, opiniones o ideas distintas de las propias o no transige con ellos”. Y se puede manifestar de muchas formas y en muchas circunstancias y ocasiones.

Por ejemplo, Intransigencia es reventar violentamente conferencias y actos donde los ciudadanos vayan a expresar libremente sus opiniones y donde la libertad de expresión está por encima de cualquier otra libertad que coarte la misma. Los intransigentes olvidan que su libertad acaba donde empieza la de otro ciudadano que opine de manera distinta.

No es de recibo la utilización de medios violentos para impedir cualquier tipo de expresión, por contraria que esta sea en su ideología. Sobre todo, cuando este tipo de actitudes son más propias de los fascistas a los que ellos aluden de forma sintonizada, sin darse cuenta que fascismo es precisamente lo que los intransigentes están ejerciendo con este tipo de actos.

Intransigentes son estos otros que vemos a diario, a través de los medios de comunicación, congregarse a las puertas de los juzgados o de las comisarías de policía cuando hay algún tipo de actuación policial o judicial, mediática (sea de índole político o no).  Esas personas que gritan y vociferan contra algunos de los que han acudido, bien como investigados o imputados y que estoy seguro –en la mayoría de los casos- ni les conocen personalmente, pero que se explayan con todo tipo de improperios dignos de una mala educación.

¿Quiénes son?, ¿a quiénes representan? Todo más bien parece estar orquestado previamente. En este caso, además, se están cargando directamente un derecho fundamental derivado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: me refiero a la presunción de inocencia. Sí, efectivamente, la presunción de inocencia a la que todos tenemos derecho y que dice que “a todo ciudadano, hasta que no haya sido juzgado y condenado, se le debe considerar inocente”. Y aquí cabría apuntar aquello de “quien esté libre de culpa que tire la primera piedra”.

Intransigencia es, por otra parte, la que muestran aquellos ciudadanos asistentes a manifestaciones callejeras que amparándose en el anonimato que les brinda la multitud, y en algunos casos tras un pasamontaña, se aprovechan de la buena voluntad de la inmensa mayoría de esos manifestantes para cometer las peores tropelías, destrozos y la barbarie más repugnante, en aras de esa libertad que ellos nunca permitirían si en algún momento (no lo quiera Dios) pudieran gobernar.

Como de intransigentes se pueden calificar así mismo a aquellos que (como ocurrió hace un tiempo en el pequeño pueblo navarro de Alsasua) vierten su odio y animadversión, con actitudes cobardes y violentas, contra aquellos otros que actúan como garantes de nuestra seguridad. Y solo por el mero hecho de pertenecer a un Cuerpo, al que estos desalmados le niegan la más mínima convivencia. Un síntoma, por cierto, muy característico del rechazo social y la discriminación, que tan cerca están del racismo.

Otros intolerantes son aquellos que utilizan el Parlamento para boicotear su labor de entendimiento, y se manifiestan con actos más o menos virulentos, pero siempre utilizando el alboroto y la algarabía, que les dé la significación mediática que ellos necesitan para hacerse más visibles a los ojos de una sociedad a la que pretenden asaltar.

La intransigencia es el fruto de la ausencia de una virtud que se llama tolerancia y, como decía un filósofo, es una cualidad que no cambia de un día para otro, ni tampoco se agota. Es algo que se tiene o no se tiene. Si fuera posible poder identificarla en el conjunto de características que adornan la personalidad de un ciudadano, no estaría de más exigir como imperativo legal que esta virtud estuviera presente en todos aquellos políticos que optaran a ejercer cualquier tipo de gestión para con la ciudadanía. Seguro que nos iría mucho mejor.

Mientras tanto podríamos procurar poner, todos, nuestro granito de arena y, desde el lugar en el que la sociedad nos haya colocado, deberíamos impedir el lanzamiento de soflamas y avivar el fuego eterno de la intolerancia, evitando mensajes como el que, no hace mucho, le escuché al líder de Podemos, y donde animaba a sus simpatizantes a “construir un partido más radical, netamente enfrentado al sistema y muy beligerante…, para lo que tenemos que fortalecer nuestro papel en los conflictos sociales…”.

Esto parece ser que es lo que Pablo Iglesias demanda a sus simpatizantes, tratando de convertir la sociedad española en una jaula de grillos donde lo que no se pueda conseguir con el razonamiento, el dialogo y las buenas formas se consiga con el enfrentamiento, la radicalidad y las revueltas callejeras.

Y yo me pregunto ¿es eso lo que realmente quiere la sociedad española? Yo quiero pensar que no. Pero de, todas formas, en las próximas elecciones lo podremos comprobar.

Jesús Norberto Galindo // Jesusn.galindo@hotmail.com


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