lunes, 19 de noviembre de 2018

A vueltas con la separación de poderes

A vueltas con la separación de poderes

Decía Montesquieu que "Todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder”.  Moraleja: La separación evita que el poder político del Estado se acumule en una persona o en un grupo de personas.


El poder ejecutivo, el legislativo y el poder judicial son los tres poderes, por antonomasia, sobre los que se asientan las normas fundamentales de convivencia de cualquier sociedad. Y, para que esta se precie de cumplir con unos mínimos valores democráticos, es por lo que se establece la consabida teoría de la separación de poderes, a la que el famoso ciudadano y político francés aludió en “El espíritu de las Leyes”, su obra más conocida, editada en 1748.

Esta teoría venía a dar respuesta a una necesidad creada por el absolutismo. Un sistema político imperante entonces y cuyo Rey, Luis XV, mandaba en todo y todos, incluyendo en la Justicia. Y esta se aplicaba de forma arbitraria, porque la Justicia era potestad del Monarca, lo que daba a los jueces un amplio margen de interpretación de las leyes. De ahí la necesidad de establecer tres poderes separados en tres ramas independientes y en tres áreas de responsabilidad distintas.

Sin embargo, hay algunas ocasiones en las que esta doctrina no se cumple escrupulosamente, aunque se trate de un país desarrollado y con tradición democrática. Puede contrastarse este hecho en aquellos países (como España) donde existe un sistema al que se le denomina de “fusión de poderes y separación de funciones”, y donde el legislativo y el ejecutivo están muy relacionados, debido a que el primero nombra al segundo. Caso de nuestro sistema electoral, donde el Congreso (legislativo), por mayoría, nombra al Presidente del Gobierno (ejecutivo), y este a sus ministros. Lo que da una idea del grado de dependencia política que existe entre los partidos que componen el arco parlamentario, representados a través de los Diputados, y el Gobierno de turno, es decir, entre esos dos poderes del Estado.

Ante esta situación, la verdadera esencia del parlamentarismo se diluye, dado que –en la mayoría de los casos- los proyectos que llegan a la Cámara o las iniciativas de esta, están consensuados previamente y, en algunos casos, hasta aprobados de antemano. No hay más que ver algunos de los debates parlamentarios, donde las intervenciones y sus respuestas se tienen preparadas de antemano. El sistema parlamentario se sustituye por un sistema de “mediación” y “chalaneo”, cuando no de “rodillo” si el partido del gobierno tiene la mayoría.
Sin embargo, en los países anglosajones, el Parlamento tiene un grado de independencia mayor. Podemos comprobar, de forma habitual, como los parlamentarios de un determinado signo político son capaces de tumbar propuestas, leyes o mociones, que han sido presentadas por el gobierno de su propio partido. En España esto es impensable e inimaginable. Ya se sabe aquello de “…quien se mueva… (entiéndase: quien se salte la disciplina de partido) no sale en la foto”.
El tercer poder (el judicial) es uno de los más complejos a la hora de discernir una real separación de los otros dos. Tenemos que hacer notar que las Leyes que le afectan, y que marcan el desarrollo de toda actividad relacionada con la judicatura, emanan del Parlamento y, por consecuencia, del Gobierno. Y es este el que decide –en último caso- como desea que la justicia se organice y regule. Así, por ejemplo, la Ley más importante que marca las reglas de juego de la Justicia en España (la Ley Orgánica del Poder Judicial), fue promulgada en el año 1980, y ,con posterioridad, en 1985, el Gobierno la modificó, introduciendo una serie de cambios que mediatizaban, de forma flagrante, el sistema de nombramiento de determinados órganos judiciales (como el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial), asignándole al Gobierno y a las dos Cámaras (Congreso y Senado) el nombramiento de un numero cualificado de miembros de estos dos organismos.

Los Jueces, en general, claman por que este tipo de nombramientos se haga por parte de los profesionales de la judicatura y sin ningún tipo de interferencias por parte del ejecutivo, como así ocurría con anterioridad a 1985. Pero los distintos gobiernos de turno -desde entonces- han decidido mantener este esquema, dado que les beneficia sobremanera y es una forma indirecta de influir en algunos de estos estamentos. Y si no, miren Vds. lo que ha ocurrido recientemente con el chalaneo y reparto de cromos que han hecho, el gobierno y la oposición, con el nombramiento de los miembros del Consejo General del Poder Judicial.

Es curioso comprobar cómo, en este caso, no hay ningún desacuerdo entre los distintos partidos políticos a la hora de implantar este más que discutible “control”, a través de la política de nombramientos acordada según las cuotas de Partido. Al fin y al cabo, es una forma de salvaguardar su influencia en este Poder, que es fundamental en muchas ocasiones en las que se necesite “santificar” determinadas actuaciones de nuestra clase política.

Derivado de esta esta situación, en más de una ocasión hemos escuchado ciertas críticas, dirigidas a Jueces y Tribunales, en relación con la emisión de determinadas sentencias. Críticas que, en algunos casos, sugerían la politización y la falta de independencia de estos. En la mayoría de los casos, bajo mi punto de vista, estas manifestaciones se producen como consecuencia de discrepancias surgidas con ciertos procedimientos que han estado expuestos, de forma extremada, a la presión mediática y social. Y mi particular opinión es de confianza generalizada en los profesionales de la Justicia. Sobre todo, en aquellos que desarrollan su gestión en los Juzgados de Primera Instancia e Instrucción, en las Audiencias Provinciales, así como en aquellos otros Tribunales que están más territorializados. Sin embargo, cuando se trata de otras instituciones (como el TC), y donde hemos visto cómo se producen los nombramientos de sus miembros, tratar de apostar por su independencia resultaría bastante más arriesgado.

Cuestión aparte es el caso de la Fiscalía. En España, el Fiscal General lo nombra el Gobierno, y cesa cuando este acaba su mandato. Lo que da una idea de la dependencia que existe en el nombramiento de este cargo, tan importante en nuestro ordenamiento jurídico. Si a esto añadimos la jerarquización que existe en este estamento, esto nos lleva a plantear una cierta reserva en cuanto a las restricciones que, en el grado de libertad, padece esta institución.

Quizá convendría proponer a Sus Señorías (me refiero a los señores Diputados) que se dejaran de mirar el ombligo y que le dedicaran algún rato, de los que tienen libres, a mejorar nuestra legislación, con el objeto de que la separación de poderes, en España, se asemeje algo más a la teoría de Montesquieu.

Jesús Norberto Galindo // Jesusn.galindo@hotmail.com


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