Montesquieu ha muerto
Hace
escasos días publicaba un artículo, en referencia a la situación por la que
pasaba el Poder Judicial en España,
tras los casos que sobrevinieron a raíz de las sentencias sobre las hipotecas,
así como algunas otras actuaciones que ponían a la judicatura en una situación
de vulnerabilidad para su credibilidad e independencia. Y terminaba esa crónica
denunciando la filtración, que en esos días se había hecho por parte del
Gobierno, en relación con el pasteleo que se habían montado entre PSOE, PP y Podemos, para el nombramiento
de los jueces del Consejo General del Poder Judicial, como si de un reparto de
cromos se tratara.
Si bien Montesquieu, en 1748, consagró la separación de poderes, a través de su ya conocida y
famosa obra titulada “El espíritu de las Leyes”, fue en 1985 cuando se pronunció aquella
otra que decía: “Montesquieu ha muerto”.
Esta
última se le atribuye a Alfonso Guerra,
quien, en esa fecha, la acuño cuando el partido socialista aprobó la reforma de
la Ley Orgánica del Poder Judicial. En ese momento se estaban cargando la
independencia del poder judicial y se jactaban de ello, enterrando a Montesquieu. La citada reforma vino a
sustituir el nombramiento de los miembros del CGPJ, que hasta entonces se hacía por y entre la magistratura, por
una elección que se le arrogó al Congreso y al Senado.
Desde entonces ha llovido
mucho, y más de treinta años después nos encontramos con que ninguna de las
diferentes fuerzas políticas que han gobernado en nuestro país ha hecho algo
útil para cambiar este desaguisado por el que los partidos políticos elijen a
los jueces, tratando de asegurarse así la lealtad ideológica de los mismos y su
consiguiente control.
Y utilizo el gerundio de
“tratar” y no el de “asegurar”, porque me resisto a dejar de confiar en la
profesionalidad e imparcialidad de muchos Magistrados y profesionales de la
judicatura, los cuales no quiero, en modo alguno, que se sientan afectados
mediante una interpretación generalizada de la crítica que estoy haciendo.
Uno de ellos, sin duda, es
el juez Marchena. Quien ha dado una
lección de honestidad que intenta devolver la credibilidad en el convulso mundo
de la justicia, en España. Y que ha
venido a decirnos que, por encima de las vilezas y subterfugios utilizados por
la clase política para mayor ignominia de esta, siguen existiendo unos
profesionales de la justicia, en los que podamos confiar, y que van a seguir
anteponiendo sus criterios de imparcialidad a los meramente políticos y
partidistas que defienden la mayoría de las formaciones políticas en nuestro
país.
No cabe duda que existen
distintas sensibilidades en nuestra sociedad, a la hora de afrontar este
problema, que ya viene de largo. Algunos mantienen que la justicia emana del
pueblo y que el poder legislativo es el genuino representante del mismo, al
haber sido elegido en unas elecciones libres y democráticas. Y, por tanto, no
es nada descabellado que los legisladores sean los que elijan a los jueces.
Lo que ocurre es que esto
–sobre el papel- es así, pero, todos sabemos, que en la realidad no lo es
tanto. En nuestro país existe una Ley Electoral que prima la voluntad
de los partidos políticos frente a la del individuo. Una Ley que consagra las
listas cerradas y bloqueadas; y un sistema, al que se
le denomina de “fusión
de poderes y separación
de funciones”, y donde el legislativo y el ejecutivo
están muy relacionados, debido a que el primero nombra al segundo.
Un
régimen que está basado en la partitocracia. Un neologismo (no
aceptado aún por la RAE) que sirve
para definir la burocracia de los partidos
políticos, y del que el filósofo Gustavo Bueno manifiesta que
“realmente constituye una deformación sistemática de la democracia”.
Los
parlamentarios españoles son presos de sus respectivos partidos, y eso limita
considerablemente la independencia de este órgano legislativo, lo que les resta
credibilidad en cuanto a su imparcialidad. Y por lo que respecta a la
representación popular que se subrogan, no hay más que ver que, una vez han
sido elegidos, se convierten en meros voceros de sus partidos. Con las
naturales excepciones, claro está, que honran a aquellos que intentan
mantenerse dentro de sus convicciones.
En
algunas ocasiones me causa estupor escuchar a algunos tertulianos enjuiciar
alguna actuación de los tribunales de justicia y cargar las tintas sobre los
jueces, cuando ellos lo que están haciendo (con mayor o menor acierto) es
aplicar las leyes que han dictaminado otros. Y esos otros no son ni más ni
menos que los políticos, representantes de la ciudadanía, que hemos elegido
entre todos.
No
olvidemos que, mientras que estamos criticando esta sentencia, o la otra, los
que verdaderamente han inspirado las leyes que están permitiendo enjuiciar ese
caso, están tan tranquilos, sentados en sus poltronas y viendo como el “pueblo”
lincha (coloquialmente hablando, claro está) a los que se ven obligados a poner
negro sobre blanco, e interpretar aquello que otros han dejado confuso.
Quizá
podríamos criticar la excesiva lentitud de la justicia en España. Pero no olvidemos que, en la mayor parte, se produce debido
a que nuestro sistema es muy garantista. Por cierto, uno de los que más de la Unión Europea. Existen numerosos
recursos (hasta llegar a los tribunales de justicia de la UE) a los que el ciudadano puede apelar. Y eso nos da una garantía;
y es que, aunque haya instancias en las que se entienda que el fallo emitido no
es adecuado a la interpretación de la Ley, los sucesivos recursos que esta nos
permite, posibilitan nuevos pronunciamientos de distintos órganos
jurisdiccionales que van a poder objetivar más cualquier resolución.
Me
contaba un Magistrado que, en la mayoría de las ocasiones, las polémicas y
actuaciones controvertidas que se producen en ciertas instancias judiciales, y
que tienen una importante repercusión mediática, son generadas por disputas
internas dentro del mundo de la judicatura y forjadas dentro del corporativismo
de la carrera. Y no están ocasionadas por factores externos, aunque, desde
algunas instancias, se nos quiera hacer comulgar con ruedas de molino.
Las
mismas instancias que sostienen que la elección de los jueces, por el mismo
estamento judicial, se considera endogámico y adolece de imparcialidad. A lo que yo respondo que, para eso, existen
una serie de asociaciones y entidades que agrupan las distintas tendencias y
afinidades que existen en la carrera judicial. Y en respuesta a los que
manifiestan que la mayoría de los jueces no están en estas asociaciones, se
podría arbitrar un procedimiento que posibilite una elección más generalizada,
que abarque el mayor número de jueces y fiscales y que recoja el sentir de la
mayoría de estos.
Nuestra clase política haría bien en renunciar
a controlar el Poder Judicial, mejorando
nuestra legislación, con el objeto de que la separación de poderes en España se asemeje algo más a la
teoría de Montesquieu.
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