viernes, 30 de noviembre de 2018

Montesquieu ha muerto

Montesquieu ha muerto



Hace escasos días publicaba un artículo, en referencia a la situación por la que pasaba el Poder Judicial en España, tras los casos que sobrevinieron a raíz de las sentencias sobre las hipotecas, así como algunas otras actuaciones que ponían a la judicatura en una situación de vulnerabilidad para su credibilidad e independencia. Y terminaba esa crónica denunciando la filtración, que en esos días se había hecho por parte del Gobierno, en relación con el pasteleo que se habían montado entre PSOE, PP y Podemos, para el nombramiento de los jueces del Consejo General del Poder Judicial, como si de un reparto de cromos se tratara.

Pocos días después de que la desgraciada noticia fuese filtrada, sin duda de forma interesada, todo un Senador del Reino, para más señas antiguo alto cargo político en la Seguridad del Estado -con el PP-, se despachaba a gusto a través de un prepotente mensaje de WhatsApp, en el que presumía de controlar la Sala Segunda del TS, y con el que ponía, de nuevo, a la judicatura a los pies de los caballos.

Si bien Montesquieu, en 1748, consagró la separación de poderes, a través de su ya conocida y famosa obra titulada “El espíritu de las Leyes”, fue en 1985 cuando se pronunció aquella otra que decía: “Montesquieu ha muerto”.

Esta última se le atribuye a Alfonso Guerra, quien, en esa fecha, la acuño cuando el partido socialista aprobó la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial. En ese momento se estaban cargando la independencia del poder judicial y se jactaban de ello, enterrando a Montesquieu. La citada reforma vino a sustituir el nombramiento de los miembros del CGPJ, que hasta entonces se hacía por y entre la magistratura, por una elección que se le arrogó al Congreso y al Senado.

Desde entonces ha llovido mucho, y más de treinta años después nos encontramos con que ninguna de las diferentes fuerzas políticas que han gobernado en nuestro país ha hecho algo útil para cambiar este desaguisado por el que los partidos políticos elijen a los jueces, tratando de asegurarse así la lealtad ideológica de los mismos y su consiguiente control.

Y utilizo el gerundio de “tratar” y no el de “asegurar”, porque me resisto a dejar de confiar en la profesionalidad e imparcialidad de muchos Magistrados y profesionales de la judicatura, los cuales no quiero, en modo alguno, que se sientan afectados mediante una interpretación generalizada de la crítica que estoy haciendo.

Uno de ellos, sin duda, es el juez Marchena. Quien ha dado una lección de honestidad que intenta devolver la credibilidad en el convulso mundo de la justicia, en España. Y que ha venido a decirnos que, por encima de las vilezas y subterfugios utilizados por la clase política para mayor ignominia de esta, siguen existiendo unos profesionales de la justicia, en los que podamos confiar, y que van a seguir anteponiendo sus criterios de imparcialidad a los meramente políticos y partidistas que defienden la mayoría de las formaciones políticas en nuestro país.

No cabe duda que existen distintas sensibilidades en nuestra sociedad, a la hora de afrontar este problema, que ya viene de largo. Algunos mantienen que la justicia emana del pueblo y que el poder legislativo es el genuino representante del mismo, al haber sido elegido en unas elecciones libres y democráticas. Y, por tanto, no es nada descabellado que los legisladores sean los que elijan a los jueces.

Lo que ocurre es que esto –sobre el papel- es así, pero, todos sabemos, que en la realidad no lo es tanto. En nuestro país existe una Ley Electoral que prima la voluntad de los partidos políticos frente a la del individuo. Una Ley que consagra las listas cerradas y bloqueadas; y un sistema, al que se le denomina de “fusión de poderes y separación de funciones”, y donde el legislativo y el ejecutivo están muy relacionados, debido a que el primero nombra al segundo.

Un régimen que está basado en la partitocracia. Un neologismo (no aceptado aún por la RAE) que sirve para definir la burocracia de los partidos políticos, y del que el filósofo Gustavo Bueno manifiesta que “realmente constituye una deformación sistemática de la democracia”.

Los parlamentarios españoles son presos de sus respectivos partidos, y eso limita considerablemente la independencia de este órgano legislativo, lo que les resta credibilidad en cuanto a su imparcialidad. Y por lo que respecta a la representación popular que se subrogan, no hay más que ver que, una vez han sido elegidos, se convierten en meros voceros de sus partidos. Con las naturales excepciones, claro está, que honran a aquellos que intentan mantenerse dentro de sus convicciones.

En algunas ocasiones me causa estupor escuchar a algunos tertulianos enjuiciar alguna actuación de los tribunales de justicia y cargar las tintas sobre los jueces, cuando ellos lo que están haciendo (con mayor o menor acierto) es aplicar las leyes que han dictaminado otros. Y esos otros no son ni más ni menos que los políticos, representantes de la ciudadanía, que hemos elegido entre todos.

No olvidemos que, mientras que estamos criticando esta sentencia, o la otra, los que verdaderamente han inspirado las leyes que están permitiendo enjuiciar ese caso, están tan tranquilos, sentados en sus poltronas y viendo como el “pueblo” lincha (coloquialmente hablando, claro está) a los que se ven obligados a poner negro sobre blanco, e interpretar aquello que otros han dejado confuso.

Quizá podríamos criticar la excesiva lentitud de la justicia en España. Pero no olvidemos que, en la mayor parte, se produce debido a que nuestro sistema es muy garantista. Por cierto, uno de los que más de la Unión Europea. Existen numerosos recursos (hasta llegar a los tribunales de justicia de la UE) a los que el ciudadano puede apelar. Y eso nos da una garantía; y es que, aunque haya instancias en las que se entienda que el fallo emitido no es adecuado a la interpretación de la Ley, los sucesivos recursos que esta nos permite, posibilitan nuevos pronunciamientos de distintos órganos jurisdiccionales que van a poder objetivar más cualquier resolución.

Me contaba un Magistrado que, en la mayoría de las ocasiones, las polémicas y actuaciones controvertidas que se producen en ciertas instancias judiciales, y que tienen una importante repercusión mediática, son generadas por disputas internas dentro del mundo de la judicatura y forjadas dentro del corporativismo de la carrera. Y no están ocasionadas por factores externos, aunque, desde algunas instancias, se nos quiera hacer comulgar con ruedas de molino.

Las mismas instancias que sostienen que la elección de los jueces, por el mismo estamento judicial, se considera endogámico y adolece de imparcialidad.  A lo que yo respondo que, para eso, existen una serie de asociaciones y entidades que agrupan las distintas tendencias y afinidades que existen en la carrera judicial. Y en respuesta a los que manifiestan que la mayoría de los jueces no están en estas asociaciones, se podría arbitrar un procedimiento que posibilite una elección más generalizada, que abarque el mayor número de jueces y fiscales y que recoja el sentir de la mayoría de estos.

Nuestra clase política haría bien en renunciar a controlar el Poder Judicial, mejorando nuestra legislación, con el objeto de que la separación de poderes en España se asemeje algo más a la teoría de Montesquieu.

Jesús Norberto Galindo // Jesusn.galindo@hotmail.com

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