La transición española a revisión
Han pasado más de cuarenta años del inicio de una etapa
ilusionante y llena de libertad, que los españoles conquistamos tras liberarnos
de una dictadura que había durado otros tantos años. Esta nueva etapa, que
comenzó con un periodo denominado como ‘espíritu de la transición’, sirvió
para que la inmensa mayoría de nuestra sociedad pudiera vanagloriarse de haber
conseguido pasar de un régimen autoritario a una democracia. Un régimen
democrático, con todas sus imperfecciones, pero una democracia, al fin y al
cabo; y –lo más importante- sin ningún enfrentamiento, más allá del lógico cabreo
de aquellos viejos celadores del régimen que se sentían albaceas de una
legitimidad ya caducada.
Algunos se empeñan en atizar la llama del secesionismo, al
tiempo que otros se atrincheran ante lo que consideran una deriva autoritaria
del Estado, en su afán por controlar una sociedad manifiestamente cabreada. Y lo
curioso es que tanto unos como otros están recetando la misma medicina como
tratamiento para la sanación de este enfermo: superar el clima de consenso generado en el periodo pre constituyente, y
cambiar la legislación que sea necesaria (incluida la Constitución). Y no seré yo quien desmienta tal
necesidad. Lo que pienso es que, para acometer este tipo de intervenciones, se
precisaría de un consenso mayoritario que, es evidente, en estos momentos no se
da, y nuestra prioridad deberíamos fijarla en conseguir el mayor asentimiento
en resolver los problemas de convivencia suscitados a raíz del modelo de
configuración territorial que los españoles queramos darnos en el futuro.
De preocupante deriva autoritaria tildan algunos la
situación política en España, y para apoyar tal tesitura se ponen de manifiesto
hechos tan “relevantes” como la ralentización en la aplicación de la ‘Ley
de la Memoria Histórica’ y
otros más genéricos que, para cierta clientela, son muy fáciles de vender. Como
el “preocupante
recorte de las libertades ciudadanas”, o “las detenciones arbitrarias y la
saña con la que se está actuando en las manifestaciones”, amén de
aquellos otros que se refieren a la vulneración del derecho a la “libertad
de expresión” o la “falta de garantías de nuestro sistema
judicial”.
Estas son algunas de las acusaciones que se vierten,
intentando demostrar que son un reflejo de la arbitraria actuación con la que
los poderes fácticos ejercen sus funciones. Más dramatismo le echan aquellos
que nos están vendiendo la idea de que nuestro país ha vuelto a la época del
franquismo, y que el fantasma de la dictadura está presente en la cotidianidad
política practicada por algunos partidos, a los que se tacha de fascistas. Un
calificativo que se suele utilizar, demasiado a la ligera, cuando se discrepa
del principio de pensamiento único y que, en la inmensa mayoría de los casos,
se les podría aplicar de forma más objetiva a los propios increpantes.
Sin embargo, y dicho con todo el respeto del mundo en favor
de aquellos que sostienen estas tesis, mi particular punto de vista dista mucho
de la visión catastrofista y retrograda que algunos nos están proyectando.
Aquellos que hemos vivido en la dictadura, que hemos pasado
por el tardofranquismo, y que, a través de la transición, hemos llegado
a conocer las imperfecciones de una democracia moderna, sabemos de las
diferencias cualitativas y cuantitativas que existen entre estos dos regímenes,
y, por eso, somos conscientes de las dificultades por las que se pasaron para
conseguir esta transformación, que contó con el consenso generalizado de la
mayoría de los españoles, y donde TODOS los que intervinieron en ella se
tuvieron que dejar algunos pelos en la gatera, renunciando a los maximalismos y
condicionantes ideológicos propios de unas formaciones políticas que aspiraban
a participar en el reparto de una tarta recién elaborada.
Por eso no fue necesaria ninguna Ley de Memoria Histórica,
porque en esos momentos lo que tocaba era restañar heridas; y lo que no tocaba
era reabrirlas. Sobre todo, en unos momentos en los que estábamos asistiendo a
un hecho insólito, viendo como aquellos viejos rescoldos del régimen, que
estaban amparados en unas Cortes
anquilosadas, asistían a su liquidación haciéndose el harakiri a través de la Ley
para la Reforma Política, que desmontó de un plumazo una estructura creada
durante casi medio siglo. Como tampoco debemos olvidar las grandes dosis de
generosidad que se tuvieron que utilizar a la hora de cocinar una Constitución
en la que, codo con codo, prestaron su apoyo personajes tan dispares como Santiago
Carrillo y Manuel Fraga, como extremos más representativos de un elenco político
en el que, entonces, estaba representada la mayoría de nuestra sociedad.
Respeto, por supuesto, los legítimos derechos que tenemos
todos los españoles (los de uno y otro lado) a conocer y a saber todo lo
concerniente a nuestros familiares y amigos desaparecidos a lo largo de aquella
incivil contienda, y de sus posteriores consecuencias, pero sin hacer una causa
para el enfrentamiento, ni utilizar –por una y otra parte- este legítimo
derecho, como un elemento de confrontación que haga supurar heridas ya
cicatrizadas.
En cuanto a las libertades ciudadanas o
detenciones arbitrarias, no es
serio equiparar la carencia de libertad de reunión y/o manifestación, así como
cualquier otro tipo de discrepancia, que existían en la época de la dictadura, y
tratar de parangonarlo con la situación política actual. Y los que sostienen estas
opiniones lo saben, salvo que sufran algún tipo de amnesia, o que quizá –por su
juventud- no lo hayan vivido. Tan sólo hay que rememorar la época en la que los
famosos “grises” estaban considerados
como un cuerpo policial opresor, y detestado por una buena parte de la
colectividad civil, en contraposición con lo que actualmente son nuestras Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, quienes,
merecidamente, se han ganado la simpatía generalizada y un arraigo sostenido en
el seno de nuestra sociedad.
Es cierto que puede haber ocasiones en que algunas imágenes
relacionadas con determinadas manifestaciones no nos gusten y violenten nuestra
sensibilidad, pero de ahí a calificarlas como una muestra de la saña con la que se está actuando en las
manifestaciones, para –a continuación- denunciar el estado policial en el que, según ellos, nos encontramos, me parecen
de una frivolidad apabullante, cuando no de una mala baba, digna de desprecio.
La falta de libertad de expresión es otro de los
mantras esgrimidos dentro de este catálogo de oprobios que se han inventado
aquellos que no quieren acordarse de lo que realmente era una FALTA DE LIBERTAD
con mayúsculas, con censura de prensa y medios incluida. Creíamos algunos
ilusos que con la Ley de Prensa de 1966 (más conocida como la Ley Fraga) íbamos a homologarnos a
nuestros vecinos europeos, y en 1973, por una orden gubernativa, se cerró el
emblemático Diario “Madrid”; y no solo eso, sino que se voló materialmente
el edificio donde se editaba, en la calle General Pardiñas, de Madrid. Los
secuestros de publicaciones y libros estaban a la orden del día, y al final ha
sido la Constitución de 1978 la que, en su artículo 20, ha consagrado los
derechos de todos los españoles a “expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y
opiniones…”, anulando todas las cortapisas y artimañas que la
citada Ley imponía, y haciendo
buena aquella frase memorable y que tan acertadamente acuñó un alto dignatario
hispanoamericano cuando dijo: “La mejor
Ley de Prensa es la que no existe”.
En la dictadura, la mayoría de las decisiones que coartaban
de manera flagrante este tipo de derechos, así como la libertad de expresión,
eran de índole administrativa. Pero no es así en el ordenamiento jurídico
español actual, donde este tipo de actuaciones se reservan a los tribunales de
justicia, quienes son los garantes del ejercicio de estas libertades, por más
que algunos puedan esgrimir la “falta de
garantías de nuestro sistema judicial”, como otro de los mantras a los que
se aferran los más catastrofistas.
Por todo eso, y también porque ya soy algo mayor, y los
experimentos me gusta hacerlos solo con gaseosa, es por lo que sigo creyendo en
el espíritu
de la transición, al tiempo que sigo considerando que aún estamos a
tiempo de prolongar su vigencia.
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