Libertad de expresión y derecho a la intimidad
Cuando
el siglo XXI comenzaba a dar sus primeros pasos, y potenciados por el boom de
las nuevas tecnologías, comenzaron a surgir una serie de sitios web que se
dedicaban a posibilitar las comunicaciones, de forma más directa, en lo que en
aquél entonces eran denominados como “Círculos
de Amigos”. Era el comienzo de lo que –de forma coloquial- conocemos ahora
como Redes
Sociales, y fue, con el auge de estas (que se consumó con una rapidez sorprendente),
cuando Internet empezó a ser una herramienta masificada, que
evidentemente es muy útil, pero que también tiene algunos riesgos que debemos
conocer.
Lo
mismo ocurrió hace ya algunos años con la llegada de los teléfonos móviles:
¿Quién se podría imaginar que este pequeño instrumento se convertiría en un
apéndice inseparable en la vida del ser humano? Ya no podemos desprendernos de
él; nos acompaña a los lugares más inverosímiles, por íntimos que estos sean, y
cuando se nos ha olvidado somos capaces de suspender toda nuestra agenda o
programación hasta tanto aparezca. ¡Vamos! Como si de un hijo se tratara.
Aunque
en el seno de nuestra sociedad existe todavía un núcleo de resistencia, que se
opone, como gato panza arriba, a que esta modalidad de comunicación entre en su
ámbito privado, yo –personalmente- no estoy en contra (reconozco que tampoco
valdría de nada que lo estuviera), si bien tengo algunas reticencias a las que
todavía no he logrado dar respuesta y que no encajan con algunas de las
experiencias que he podido compartir en el ámbito y en el uso de estas
tecnologías.
Lo que
peor llevo es la dicotomía que supone compatibilizar dos aspectos fundamentales
como son la libertad de expresión y el derecho al honor y la intimidad. Dos
cuestiones que deberían estar perfectamente ensambladas y que habrían de
convivir en el seno de estas plataformas, pero que la realidad es que se llevan
como el perro y el gato.
España
es uno de los países donde más se ha avanzado en cuanto a la libertad de
expresión, aunque algunos no quieran reconocerlo. Los largos años de la
dictadura supusieron –tras la llegada de la democracia- un acicate para
conseguir ese aperturismo al que, los de mi generación, aspirábamos y
necesitábamos como agua de mayo. Una apertura que caló en una sociedad ávida de
conocer nuevas experiencias y que, en algunos casos, se había sentido huérfana
por la falta de esa libertad de la que se nos privó durante más de cuarenta
años. También es posible que esa apertura, que nos llegó de golpe y porrazo,
nos viniera un poco grande y que no estuviéramos suficientemente preparados
para asimilar estos nuevos hábitos, cuando las democracias de los países de
nuestro entorno llevaban siglos practicando esta dicotomía.
Pero la
verdad es que, como resultado de ese boom
tecnológico, se nos han colado en casa una serie de invitados, algunos de los
cuales ni conocemos, pero que se permiten tutearte (o mejor twitearte).
Y lo peor (y esa es la parte negativa) es que no existe ningún filtro que
impida la propagación de cualquier comentario, bulo, o reflexión, por disparatados,
groseros, injuriosos y duros que estos puedan ser.
Aquí no
hay filtros, ni reglas, ni procedimientos. Solamente estamos sujetos a la
voluntad de todos y cada uno de los que utilizan estas herramientas. Esa
voluntad puede ser buena o mala, según de quien proceda, y lo único que nos resguarda
de esta avalancha incontrolada es la confianza en el sentido común de quien la
utiliza. Un sentido que, por otra parte, cada vez es el menos común de los
sentidos, lo que hace que la sociedad se sienta cada vez más desprotegida y
estemos expuestos a todo tipo de actitudes peyorativas, sin ningún control y
con la única salvaguarda de los tribunales de justicia, a los que nos queda la
potestad de recurrir, aunque tardemos años en recibir la correspondiente
reparación.
Recuerdo
un caso concreto, en el que se manifestó un descomunal desmadre de las redes sociales,
aprovechando una situación tan propicia como vulnerable. Me refiero al
lamentable episodio que, en su día, vivimos en relación con la desaparición y
muerte del pequeño Gabriel. El niño asesinado en Níjar el pasado mes de marzo. La
cantidad de insensateces, rumores e insidias fue de tal calibre que hasta los familiares
más directos de la criatura tuvieron que intervenir para pedir que cesaran este
tipo de intervenciones, algunas de las cuales se las atribuían directamente, y
de manera torticera, a los desolados padres.
En un
reciente ensayo publicado bajo el título: “La libertad de expresión y las redes
sociales, enemigos íntimos”, se vertían reflexiones como esta: “…entonces ¿tenemos derecho a publicar lo que se nos antoje en cada momento en
nuestros perfiles en las Redes Sociales?
¿tenemos derecho a expresarnos libremente? Por supuesto que tenemos
derecho a expresarnos libremente, siempre y cuando nuestros pensamientos, ideas
y opiniones no colisionen con otros derechos igualmente protegidos”. Es
decir, la libertad de expresión prevalece sobre cualquier otro derecho siempre
que no se vulnere el derecho al honor, intimidad personal y familiar o viole la
propia imagen de alguien, y siempre que no se caiga en el insulto
o desprestigio gratuito.
Una reflexión que comparto plenamente y que, si fuera
participada por la mayoría de nuestra sociedad, se evitarían muchos de los
daños colaterales que actualmente se están originando y que –en la mayoría de
los casos- se producen al amparo de una distorsionada libertad de expresión.
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