Una nueva transición
Desde que algunos de los partidos llamados emergentes
aparecieron en el panorama político nacional, estamos asistiendo a una
operación de acoso y derribo de todo aquello que supuso la transición española
del 78. Los partidos extremistas (fundamentalmente de izquierdas y antisistema)
se han fijado como objetivo acabar con aquella maravillosa experiencia, que
supuso una verdadera mutación en la vida política y social de todos los
españoles.
Me asombro cuando oigo hablar de revanchismo y, sobre todo
cuando, aquellos que no han vivido estos años, ni han querido entender lo que
fue una confrontación fratricida, no son capaces de perdonar y transigir. Sobre
todo, cuando los que (como mi padre) hicieron la guerra, y fueron represaliados
por el régimen de Franco, nos enseñaron todo lo contrario, y fueron los
primeros que apostaron por una reconciliación real y duradera.
La verdad es que no entiendo que les molesta, o que es lo
que quieren eliminar, que signifique un verdadero contratiempo para el normal
desarrollo de nuestra sociedad cuarenta años después.
Algunos aducen que hay
que cambiar la Constitución porque
ellos no la votaron. Claro que, por esa regla de tres, cada generación
tendríamos que votar unas nuevas reglas de convivencia.
Yo, sin embargo, propondría una nueva transición. Una
transición en la que (sino todos) la mayoría apostáramos por cambiar algunas de
las normas que están propiciando que la clase política esté cada vez más
desarraigada de los que les votamos.
Una nueva transición
en la que no hay, necesariamente, por que cambiar la Constitución. Solamente hay que tener voluntad política y propiciar
sencillas modificaciones de la legislación vigente que, en muchos de los casos,
se ha configurado como baluarte y refugio para ciertos políticos que han hecho
de esta condición su carrera profesional.
Unos políticos (no todos, por supuesto) procedentes de la
irrelevancia y sin un destino u oficio determinado. La mayoría de las
formaciones políticas suelen nutrirse de jóvenes que se incorporan para hacer carrera política en
el partido, con el problema de que muchos de ellos no tienen más formación que
esa -o sea, ninguna- y lamentablemente no han trabajado nunca fuera del mismo.
Una transición que nos libre
de la presión angustiosa y agobiante que está aplastando a millones de
españoles a través de la incesante subida de la deuda pública que nos está
empobreciendo, e hipotecando a futuras generaciones.
Que sea capaz de abolir la corrupción sistémica que se ha instalado en
nuestras instituciones y cuya terapia exige una respuesta clara y contundente
por parte de nuestros gobernantes, quienes, al parecer, son los menos
interesados en que se produzca.
Que elimine los innumerables privilegios que la clase política
disfruta. Con más políticos a sueldo que en Francia y Alemania
juntos. Con un régimen de aforamientos que favorece la impunidad, y con un
gasto público dislocado que está propiciado (en su mayor parte) por el Estado de las Autonomías. Un sistema,
que algunos califican como fracasado, y que más bien se parece a un gigante con
diecisiete cabezas que nos está devorando, como si de un “uróboros” se tratara, tal y como ocurre con el dragón de la
mitología griega.
Y todo esto, en contraposición con los ajustes y recortes a los que se
nos somete al resto de la ciudadanía en general. Unos ciudadanos que asistimos incrédulos
a un circo, al que –únicamente- nos invitan a una función cada cuatro años.
Recientemente se ha publicado una encuesta, cuyos resultados
nos debería hacer reflexionar, que muestra como España es el país de Europa
donde sus políticos están peor valorados (rechazados, dice la encuesta). Esta situación
está haciendo que surjan, con un cierto ímpetu, movimientos extremistas, a
ambos lados del espectro político. No deberíamos banalizar esta realidad, sobre
todo cuando estamos viendo el auge que estos movimientos está teniendo en otros
países de nuestro entorno (Italia, Francia, Austria, Holanda…), y más
recientemente en las elecciones celebradas en Baviera (Alemania).
En resumen, una nueva
transición en la que consensuemos (como ya ocurrió en el 78) desterrar
cualquier atisbo de enfrentamiento, y que impida ahondar en las heridas ya
cicatrizadas del pasado y en todo aquello que supuso una división fratricida de
un país que no se merece volver a alimentar el espectro de las “dos Españas”. Lo único que podríamos
conseguir con esa actitud es alimentar las ansias de aquellos extremistas que,
hasta ahora, han estado aletargados y que intentan obtener rédito de todas
estas situaciones, en las que esperan pescar, como si de un río revuelto se
tratara.
Los partidos tradicionales y las formaciones políticas
constitucionalistas deberían hacérselo mirar antes de consentir seguir adelante
con experimentos que, en estos casos, deberían hacerlos en su casa y con
gaseosa.
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